Puede que haya nacido hace un siglo y muriera en 2003, pero el pensamiento y la convocatoria a la unidad de acción de los periodistas latinoamericanos siguen vigentes cuando hablamos de Luis Suárez López, o simplemente Don Luis para aquellos que disfrutamos de su magisterio, lleno de picardía y sapiencia andaluza, y su afán de luchar por las causas justas.
Tuve el privilegio de compartir con él muchas acciones en la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP) en el período en el que fue Secretario General, primero, y Presidente, después, de esa organización gremial. Desde reuniones internas a manifestaciones públicas, en conferencias de prensa a encuentros con autoridades de todo tipo y nivel, nos lideró hasta el desenlace fatal por una intervención quirúrgica en su México lindo y querido, que le acogió tras su lucha contra el franquismo español.
No me voy a referir a sus múltiples libros, reportajes, entrevistas o programas de televisión que mantuvo durante muchos años. Tampoco a sus intervenciones y discursos que jalonaron momentos claves en la vida de la FELAP, desde sus Congresos –lo vi en acción en cuatro de ellos- hasta otros que ayudó a organizar como el de los periodistas de Latinoamérica y El Caribe, promovido por Fidel en La Habana, en 1999.
Quiero rescatar en esta nota, que me nace de recuerdos íntimos –esos que se comparten con amigos de confianza o hermanos mayores– el ángulo humano de Don Luis, un caballero con las damas, cuentero como el mejor a la hora de hacer anécdotas, enérgico defendiendo principios y amable ante los menos expertos en las batallas que por cientos dio en su vida. Entre estos últimos estaba yo cuando nos relacionamos.
Su habilidad para llevar complejas discusiones, a veces con colegas cercanos pero con pensamiento político diferente, fue legendaria. A su lado profundicé en el aprendizaje de lograr objetivos estratégicos, sin ceder en los principios, salvando escollos de coyunturas, malos humores de los interlocutores e incluso dándole la mano a algunos que merecían piñazos.
Nunca olvidaré la visita que hicimos los dirigentes de FELAP, por su mediación, a la casa del ex presidente mexicano Luis Echevarría, o la fraterna acogida que nos dieron los, en ese momento, presidentes Ernesto Samper, en Colombia, y Leonel Fernández, en República Dominicana, o la cariñosa confianza en el trato que presencié entre él y nuestro Comandante en Jefe.
Tampoco olvido las escapadas a su casa en Cuernavaca, cuando las tareas gremiales nos llevaban a México, donde en un nicho descansaban las cenizas de su siempre presente Pepita. Ni los esfuerzos físicos que realizaba, sin asomo de flaquezas, en ajetreados compromisos que obligaban a desplazamientos no aconsejables para su edad. Su ánimo se imponía a altas escaleras, caminatas u otros desafíos similares. Nos parecía de hierro a sus 80 años.
Desde que el presidente Lázaro Cárdenas lo recibió “con los brazos abiertos”, como expresara su sobrino en una entrevista hace ya varios lustros, a su trabajo en Tiempo, Mañana, Siempre, el Diario de la Tarde y el Unomásuno le siguieron ser editorialista del Excélsior y El Sol de México. Todo ello, más la treintena de libros que publicó, abonaron el camino para llegar al Premio Nacional de Periodismo de México.
Ese caudal de labores –y la multiplicidad, constancia y calidad con las que las asumía—está aún por estudiar mejor. De su vocación profesional, su humanismo y proyección social hay materia para aprender y honrar, de esa forma, a un imprescindible del periodismo revolucionario contemporáneo.