Palabras en el homenaje que le hizo la UNEAC al periodista y escritor Ciro Bianchi, en ocasión de su 70 cumpleaños.
Ciro Bianchi comenzó como “el vecino de los altos” de Enrique Núñez Rodríguez, en la página diez de Juventud Rebelde. Era noviembre de 2001, si mi memoria no falla. Recuerdo perfectamente aquel comienzo y por qué lo llamé a su casa para proponerle una columna en el dominical. Cada semana había que improvisar un invitado en los altos de Enrique y se notaba demasiado el relleno, después de haber pasado por ahí desde García Márquez hasta Fernández Retamar.
Ciro acababa de publicar otro de sus grandes libros de entrevistas, La oreja de Dios, que junto a Las palabras de otro y Voces de América Latina sumaba una trilogía difícil de superar en el periodismo cubano, con una envidiable colección de diálogos que incluyen a Lezama, Carpentier, Julio Cortázar, Augusto Monterroso, Nicolás Guillén, Benedetti, Nélida Piñón, Eliseo Diego… Recuerdo el escepticismo de algunos compañeros. Ciro producía casi un libro al año y publicaba en las revistas literarias más importantes del país. Sus artículos empapelaban cada edición de la Revista Cuba Internacional y Prensa Latina le sacaba, literalmente, el jugo. Daba la impresión de que Ciro Bianchi, más que una persona, era el seudónimo de una cooperativa de periodistas. ¿Por qué vendría también a Juventud Rebelde?
La respuesta ya ustedes la saben. Su columna es, junto con el “Acuse de Recibo” de José Alejandro Rodríguez, quizás las dos de más larga data activa en el periodismo cubano y las únicas que sobrevivieron de aquellas nacidas entre los dos siglos.
El antecedente del nuevo columnismo en JR hay que buscarlo en el momento en que Enrique Núñez Rodríguez comenzó su colaboración, 1987, un año fundamental para el diario. No estaba ahí –yo estudiaba en ese momento Periodismo en la Universidad de La Habana-, pero recuerdo perfectamente la transformación tecnológica, la primera desde la fundación del periódico en 1965.
Cambió de formato –pasó de sábana a tabloide- y mejoró notablemente la calidad de impresión con el sistema off set. Este permitía mayor calidad de la fotografía, las ilustraciones y los textos. Recuerdo que un Día de las Madres le echaron talco a las rotativas y el periódico olía a perfume. Era bastante kitsch mirado desde esta ribera, pero la gente celebró la novedad y da una idea de hasta dónde se intentó llevar aquella renovación tecnológica. Este formato más ágil y moderno venía a sustituir a la imprenta de 1918, que había heredado del Diario de La Marina.
Por supuesto, como todo cambio, tenía sus luces y sus sombras: el periódico perdió su propia imprenta y a sus impresores, que poseían un gran orgullo por el oficio y de quienes fue traumático separarse. También, JR fue despojado del edificio y del entorno de la calle Prado, que los trabajadores recordarían por décadas con nostalgia.
Todos estos acontecimientos tienen lugar con José Ramón Vidal, Cheíto, como director. El encabezó aquel proceso de modernización de la imprenta y acogió a algunos de los más importantes periodistas y escritores del país sumados con entusiasmo a la práctica del llamado periodismo literario, en una cruzada por “contribuir a la salvación urgente del mejor oficio del mundo”, como diría Gabriel García Márquez.
El esfuerzo fundamental se concentró en el periódico de los domingos, con el criterio de que era un día de descanso y las audiencias reclamaban lecturas más refrescantes y de mayores vuelos. El dominical comenzó a parecerse más a una revista que a un diario. Se iniciaron los grandes reportajes y crónicas “viajeras” de las páginas centrales –Leonardo Padura recogería los suyos en el libro El viaje más largo-; se amplió la sección cultural y comenzaron, con Soledad Cruz, las críticas a la programación televisiva, particularmente a las telenovelas, muy populares ya en la década del 80. También, abrió la página de Opinión que reproducía las columnas semanales de García Márquez en El espectador, y las crónicas originales de Enrique Núñez Rodríguez, en la parte inferior de la página tres del periódico (las planas impares siempre son más relevantes en una edición).
En ese momento, Juventud Rebelde era la proa del periodismo en el país y primaba una visión optimista del futuro de la prensa en Cuba, con notables experiencias a su alrededor –la revista Somos Jóvenes, los reportajes críticos y los editoriales del periódico Granma, el naciente programa radial Haciendo Radio, varios espacios de participación en la Televisión, por citar algunos ejemplos-. A la vez, había un ambiente reflexivo, pues se discutía con mucha intensidad la llamada nueva política informativa, que contrastaría bastante con lo ocurrido después, al sobrevenir el colapso de la Unión Soviética y precipitarse el país a la caída libre del Período Especial.
La prensa entró como toda Cuba en la crisis, evidente no solo por la depresión material que llevó a Juventud Rebelde a perder el 80 por ciento de su tirada, a pasar de diario a semanario y a reubicar en otros medios a la mitad de su redacción. La pérdida material habría sido lo de menos, si no se hubiera producido el retroceso de lo que había logrado avanzar la prensa en la segunda mitad de los años 80.
Por supuesto, ya no había suficiente espacio para los grandes reportajes y debido a la compleja coyuntura política con el recrudecimiento del bloqueo –cualquier tema económico aventado en la prensa podía significar el fin de una negociación del comercio exterior de la Isla, por ejemplo-, la información y la crítica empezaron a disminuir dramáticamente de las páginas del semanario. De eso se agarraron funcionarios oportunistas para no dar información de cualquier asunto que transparentara su incompetencia, en nombre del bloqueo.
Pero aquella etapa esperanzadora de los años 80, en la que se habían involucrado los mejores periodistas del diario y que inspiró a los recién llegados como yo, hacía todo lo posible por no derrumbarse en medio de la debacle. Junto con lo que llamamos “brujería poética” y “lirismo agropecuario” –la retórica para disfrazar lo que no era noticia: actos, movilizaciones a la agricultura, reuniones-, de vez en vez publicábamos análisis en profundidad, entrevistas y crónicas sobre graves problemas sociales como la prostitución, la doble moral, los problemas de la atención a la salud y de la familia, y otros muchos. Yo creo que ese espíritu salvó la crónica costumbrista, primero de Enrique Núñez y luego de Ciro, y enfrentó los intentos, que también afloraron, de cerrar ese espacio.
La obra de Enrique y de Ciro como cronistas en el periódico convivió, se retroalimentó y aportó al género de la estampa cubana, que viene del Siglo XIX y a la que se vincularon notabilísimas figuras del periodismo y la literatura, desde Manuel de la Cruz y sus Cromitos cubanos, hasta Emilio Roig de Leuchsenring, Gustavo Robreño, Eladio Secades, Renée Méndez Capote, Guillermo Lagarde, Héctor Zumbado, y otros muchos que ya fuera con humor o sin él, sistematizaron el retrato de los tipos y costumbres de Cuba -y con ellos el rescate de la memoria nacional-, e intentaron ponerlos en su justo lugar con una gran altura narrativa. Y a la vez, no miraron el periodismo por encima del hombro como un trabajo para disminuidos de la literatura, sino que se sumaron a la larga y frecuente tradición latinoamericana de escritores que hacen periodismo y de periodistas que hacen literatura.
Las crónicas de Ciro, entonces y ahora, tenían lo que dice Gabriela Mistral que es esencial para bregar con las letras: el arte de encantar. No importa el asunto que trate, es una delicia leerlo. La anécdota curiosa se enlaza con la fidelidad a los hechos, con una gran devoción por la cultura popular, con la capacidad de tratar temas espinosos y recuerdos de todo tipo sin herir la sensibilidad del lector, sin vulgaridades ni regaños a la gente.
Ciro es también un sobreviviente. Ya dije que del 90 al 2000 desapareció la mayoría de las publicaciones cubanas y con ellas, el costumbrismo, que como su nombre indica es un género dedicado a las costumbres, algo que por definición no es circunstancial sino sistemático. Ese lugar no existió en la prensa cubana de estos años en otro sitio que no fuera Juventud Rebelde, la tabla de los náufragos de esta tradición. Con la reaparición de las revistas y la emergencia de la web, a partir del 2000 este género ha vuelto a tomar vida. Es muy difícil estar al tanto de todo lo que se hace en el anchuroso potrero de Internet, pero en lo que veo –salvo excepciones, como Ciro Bianchi y algunos otros- se extraña el buen gusto, la excelencia de la prosa y la altura ética de aquella vocación por la columna de los tiempos en que me inicié en el periodismo.
En una serie de televisión que producimos en la UPEC con los Premios Nacionales de Periodismo “José Martí”, una lista de honorables que integra Ciro, se recordaba que han pasado por Cuba cuatro papas, incluyendo el de la Iglesia Ortodoxa Rusa, y hasta dos presidentes de Estados Unidos, y su columna nunca dejó de salir. Solo una vez corrió un serio riesgo. En el 2010, cuando ingresó en Terapia Intensiva por un ataque de corazón, y en la sala escribió sobre las comidas en el año ’58 en Cuba, a memoria, para desquitarse del régimen dietético al que estaba sometido en el hospital.
Una vez Francisco Umbral se preguntaba cuáles son los rasgos distintivos de un columnista: ¿el ingenio entreverado de información?, ¿la opinión contundente, literariamente trabajada o el chisme adobado de destellos teóricos? “Con todos esos ingredientes -decía Umbral-, no es fácil que salga una buena columna, pero puede salir, en cambio, una sabrosa empanada gallega.”
Coincidirán conmigo en que Ciro Bianchi tiene un récord difícil de alcanzar en la prensa cubana. Se puede afirmar que en 17 años ha publicado 884 columnas en Juventud Rebelde y ni una sola empanada gallega, para gusto de sus muchísimos lectores.