Tenía la garganta seca, pero no había agua. Solo habían dado aquella jabita con un pan con queso fundido, cinco cuerúas y 10 caramelos para que no me desmayara. También había refresco coral, pero no alcancé a cogerlo porque llegué tarde.
Estaba recogiendo el pulóver rojo con la costurera y acomodándome el brazalete rojinegro, que se negaba a quedarse amarrado al brazo. Debajo del pulóver me puse una camiseta negra para combinarme con el brazalete. Tomé la gorra que dice “UPEC” para que supieran que soy periodista y una banderita de papel que en algún momento se despegaría de su astilla, flaquita, sin pegamento.
En la parada no había camionetas, ni guaguas, ni “pisicorres”. Tuve que irme a pie, bajo el sol. Porque era noviembre, pero hacía el calor de agosto. En el camino estaban todas las escuelas primarias de la provincia alineadas, esperando. Era imposible pasar entre los niños uniformados. Tampoco podía bajar de la acera porque los del cordón de seguridad me regañarían.
Por eso llegué tarde y me tuve que quedar con la garganta seca.
Cuatro horas después pasaron los helicópteros. En mala hora me puse la gorra y se me doró solo una parte de la cara. Ahora yo parecía “el zorro”.
Quería ver a la caravana de cerca, pero el cordón no me dejaba. A mi alrededor los muchachos hablaban sobre “los elegidos del cordón”, porque tenían un pulóver de lo más bonito y estaban ahí, ejerciendo el poder. Eran estudiantes también, pero no creían en nadie. No nos dejaban cruzar la calle y ver los carros ahí, a menos de dos metros.
Lamenté tanto no tener un celular para grabar la algarabía… Los pioneritos estaban eufóricos. Mis estudiantes lloraban y los del cordón se agarraron de las manos para que nadie se tirara al medio de la calle. Mi garganta era el desierto del Sahara y mi piel la de una gallina.
Después nos fuimos a la plaza a esperar. Nos sentamos al sol y parecía que estábamos en una playa sin agua, aunque la arena se nos metía en los zapatos.
Pasaron cinco horas. A la sexta llegó una bandada de gente y nos pasó por arriba. Nos tuvimos que parar porque ellos estaban de pie y muy apretados. Dos horas después empezó el acto. Y cuando se acabó llegó el camión de la comida. Pero tampoco dieron agua.
Nos quedamos a la intemperie. Trasladamos “el campamento” al lado de Rolando Segura, que esperaba a que lo llamaran para un pase en vivo a Telesur. Un periodista de la CNN reportaba con un par de chancletas, un short y un saco. A su izquierda estaban las carpitas de las otras televisoras. Y nosotros cerca de los medios, para que nos entrevistaran.
A las cinco de la mañana nos llamaron para ubicarnos en la avenida Patria. La caravana pasaría por allí hasta el cementerio. Estábamos listos para gritar como lo habíamos hecho todo el día, toda la semana.
Ya venían otra vez los carros oscuros, la urna de cristal con sus flores frescas, los helicópteros y el camión con los fotógrafos y la televisión. Delante estaban los muchachos de una secundaria, que en vez de gritar también callaron, como yo, que no podía abrir la boca.
Se me habían agotado las consignas y la saliva. Tenía solo un nudo que pesaba, que no me dejaba tragar. Tampoco conseguía llorar. Y me sentí incómoda por aquel silencio, por aquel aire de domingo.
De los periodistas solo quedaban las carpitas vacías. No había gente en la calle. Tampoco tenía sueño, ni los ojos aguados, ni la garganta seca. Solo una gran sensación de paz camino a la casa.