Por Gretta Espinosa Clemente
En mi prueba de aptitud fui un número. Si mal no recuerdo era el 14. Así, en un enjuto número uno, acompañado de un cuatro, me fue la vida.
Ese día llegué temprano a la Universidad, justo al sitio por donde pasaba de vez en vez y se me iba la vista, hipnotizada por la belleza del campus rodeado de edificios.
Estuve a primera hora en la Facultad, y luego de conocer mi designación numérica, entré a la primera fase. Comencé a leer inciso por inciso y, siguiendo el viejo truco para desbrozar exámenes, respondí lo que me sabía, y lo que no… “para después”, razoné.
Como en todos los episodios cumbre de mi vida, allí estuvo mi madre fuera del aula, sentada en uno de los bancos de madera preciosa de Humanidades, y estoicamente esperó sin quejarse hasta la mismísima tercera fase.
Tras rebasar la ronda inicial un segundo fogueo puso a prueba mis deseos de ejercer el oficio más hermoso del mundo (según lo bautizara el Gabo), y de un afiche de Ron Santero debí construir una historia.
La imaginación hubo de galopar entonces hasta engendrar un cuento de esclavos, barcos, puertos decimonónicos y quién recuerda qué otras cavilaciones. Pero no todo estuvo bien. Una frase contundente, como toda la producción literaria de nuestro José Martí, me sacó un susto durante el ejercicio de interpretación.
Debía plasmar qué yo entendía por “La prensa es el can guardador de la casa patria”, y cuando todo estaba aparentemente en orden, ocurrió a esas alturas del campeonato que yo no conocía a “can” como sinónimo de perro.
Interpreté la frase bajo mil sudores tras sacar la palabra por contexto. Por suerte, todo salió mejor de lo que preví, y logré resumir en las líneas señaladas el alcance de la prensa si de preservar un proyecto de país se trata.
Zanjada a medias la deuda con la lengua materna, respiré en mi segunda fase y llegué a la entrevista. Al filo de las cinco y media de la tarde me senté frente a varios «mostros» de la prensa en Villa Clara.
El aula de la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas quedaba chiquita a aquellos hombres y mujeres del periodismo en mi provincia, pero no me quedó otro remedio que poner un zíper a los nervios y responder sus interrogantes.
Entonces vino la pregunta, hasta hoy difícil de responder, incluso luego de ocho años de oficio y cinco de estudios: ¿Qué no te gusta del periodismo cubano? Casi por inercia respondí: “las pinceladas de triunfalismo”, y acto seguido pensé que ahora sí había metido la pata, ¿cómo se me ocurrió semejante respuesta?… en buen cubano, me morí.
Al parecer la respuesta no resultó del todo descabellada (hasta hoy luchamos desde las redacciones porque lo sea) cuando sobre las siete de la noche escuché en la lista de los aprobados el 14, aquella combinación aparentemente intrascendente del enjuto número 1 acompañado del 4 donde me fue la vida hace casi trece años, cuando comencé a hacer del periodismo un permanente acto de fe.