Por Elsy Fors Garzón
Corría el oscuro octubre de 1962, barcos de guerra estadounidenses se divisaban desde el hotel Habana Libre, milicianos marchaban por la céntrica calle 23 de la capital.
En la Universidad de La Habana también se movilizaban los estudiantes, profesores y trabajadores del alto centro de estudios. De pronto, corrió una voz: Fidel estaba en la Colina. Los que trabajamos en la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU), sentimos la tromba de su presencia en nuestro estrecho local.
Todos, más que saludarlo, lo abordamos con muchas preguntas sobre lo que estaba sucediendo en torno a nuestra pequeña isla. Él tomó asiento y nos dispusimos a oír el análisis de hechos que pudieron traer como consecuencia la destrucción del planeta.
Había amargura en sus palabras. La Unión Soviética había ofrecido a Cuba cohetes que podrían alcanzar puntos en la geografía de Estados Unidos, en caso de que el gobierno de Washington decidiera atacar la Isla.
Como es conocido, al detectar la presencia de ese armamento en Cuba, el presidente John F. Kennedy decretó un bloqueo por aire y mar y se puso en contacto con Nikita Khrushov, advirtiéndole que si no retiraba esas armas, sobrevendría un enfrentamiento nuclear entre Estados Unidos y la URSS.
Las negociaciones bilaterales, sin embargo, no tuvieron en cuenta el criterio de Cuba, razón por la cual el Comandante en Jefe de la Revolución expresó su desacuerdo y explicó cómo trasmitiría su decepción al gobierno de Moscú y presentaría al Secretario General de la ONU, entonces U-Thant, una propuesta de cinco puntos que no incluía la revisión por ese organismo de la retirada del armamento soviético.
Precisamente el día de su visita, Fidel se despidió diciendo que tenía que reunirse horas después con Anastas Mikoyan, canciller de la entonces Unión Soviética.
La que fue una información de primera mano sobre alta política del país, hizo más grande y querida la figura de Fidel para los que nos consideramos privilegiados por su confianza.