En el concierto de palabras más empleadas en el ejercicio del periodismo internacional de nuestros días está narcotráfico y como todo hecho lingüístico guarda una connotación marcada por el contexto sociopolítico que le da origen y uso.
Toda palabra es portadora de significado y apunta a una intención que indefectiblemente forma parte de un objetivo. De ahí que deba buscar la síntesis de lo complejo, traducir un conjunto de hechos a ideas y llevarlas a formas simples, claras y breves teniendo en cuenta la identidad cultural del destinatario del mensaje. Ni más, ni menos, el público se come el bocado más fácil de digerir, y es ahí donde está casi siempre la trampa.
Así, el término de referencia va mucho más allá de sus dos componentes: narco y tráfico e induce a pensar en las drogas ilegales más conocidas a saber (mariguana y cocaína) y su transportación. Deviene así en expresión reduccionista que enmascara un entramado mucho más complejo y peligroso induciendo así a un análisis equivocado del fenómeno.
Asumir sin más miramientos dicho vocablo lleva a soslayar eslabones del problema como son el consumo, la comercialización y la producción de drogas en general y en particular de las clasificadas como ilegales. Así se intenta desconocer igualmente los encadenamientos dados por el consumo y la demanda, como también la producción, procesamiento y comercialización de insumos industriales, los denominados precursores. Por otro lado, desaparecen así del campo de examen el financiamiento, almacenamiento de las drogas y el muy importante “lavado de dinero”.
En la ganancia está la clave del asunto. Naciones Unidas los calcula en el orden de los 300 mil millones de dólares anuales. No obstante, otros organismos e instituciones consideran que el dato de la ONU es conservador y lo valoran en más del doble.
El otro lado de esa moneda lo ponen los muertos: 200 mil al año como promedio. La gran mayoría de los decesos está asociada a sobredosis y por contraer enfermedades infecciosas con el VIH y la hepatitis C, así como otras provocadas por comorbilidad médica y psiquiátrica.
Pero la cifra de referencia no llama a la cordura. Existe un mercado estable y en crecimiento, pues 250 millones de personas entre 15 y 64 años de edad consumen drogas en el planeta al menos una vez al día, es decir, el 5,4% de la población mundial, tal como lo refiere la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), entidad que identifica a EE.UU. como mercado principal de los estupefacientes, pues con solo el 4,5% de la población mundial posee el 45% del total de los consumidores del orbe.
El poderío de este consorcio de la muerte es global y mantiene la tendencia a expandir su presencia en otros negocios criminales como el tráfico ilegal de armas, trata de personas y migrantes. El crimen organizado participa activamente en la cibercriminalidad, la piratería marítima, el terrorismo y el mercenarismo.
En la cruzada global contra el flagelo de marras, la voluntad política padece de una sospechosa esclerosis bajo los efectos de lo que muchos llaman narcopolítica y su capacidad para transversalizar, corrupción mediante, los estamentos de poder sin ningún pudor y convertirlos en instrumentos de sus designios.
Así la droga, en tanto poder económico y político, ha generado guerras al parecer silenciosas. Tal es el caso de México donde las víctimas se cuantifican en más de 160 mil entre el 2007 y el 2014, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) de ese país. Medios internacionales coinciden en señalar que la cifra supera las muertes en las guerras de Afganistán e Irak, en ese mismo periodo.
El periodismo no escapa a esta suerte de tsunami. De manera intencionada las corporaciones mediáticas no brindan la debida cobertura a este fenómeno. El dinero y poder de los carteles de la droga delinean los senderos estructurantes de la información. Soborno, intimidación y muerte cabalgan esos caminos. Así, el tratamiento del tema se verifica de manera puntual, casi siempre desde la espectacularidad. El seguimiento informativo desde la interpretación, la investigación y el análisis correspondiente es infrecuente. Los medios y periodistas que trasgreden las reglas del juego están condenados a desaparecer.
Caso paradigmático de ese proceder fue el asesinato del director del periódico colombiano El Espectador, Guillermo Cano Isaza, el 17 de diciembre de 1986. Pocos años después, el dos de diciembre de 1989, la sede de ese diario fue objeto de un atentado terrorista. Ambas acciones fueron ordenadas por Pablo Escobar.
De vuelta a México, desde el 2000 hasta febrero del actual año, fueron asesinados 134 periodistas y 20 clasifican como desaparecidos, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de ese país. Esa situación es más común al norte y al suroeste del territorio azteca, precisamente los escenarios principales de los enfrentamientos entre los grupos criminales de la droga y de estos con los efectivos de la policía y el ejército nacional, como también de los grupos de autodefensa conformados por campesinos y pobladores.
Un fresco de la actuación de los medios en el conflicto lo ofreció el periodista Gerardo Albarrán de Alba, reportero de la revista mexicana Proceso, quien tras una incursión por el estado de Tamaulipas, escribió:
“La prensa es una parodia de sí misma. Primeras planas llenas de gacetillas, interiores rellenados con boletines. La página policiaca se atiene a los accidentes de tránsito; en otras condiciones, nadie sabría lo mal que se maneja en Tamaulipas. Radio y televisión son inocuas. Si ya la corrupción era consustancial al periodismo local, la guerra de los cárteles dividió lealtades. Algunos reporteros pagaron el precio con la vida o con su libertad. Ahora todos están bajo la misma amenaza: plata o plomo”.
Como nunca antes, las palabras son claves en los diseños para dominar al mundo y actúan como comandos especiales para asaltar y ocupar conciencias y corazones mediante mensajes bien pensados y calibrados. Hoy la palabra es cómplice, mata, silencia y oculta crímenes; vale entonces escrutar en su verdadero significado.