Desde el 26 de febrero, José Martí y Máximo Gómez habían sabido del estallido de la guerra y ardían de entusiasmo patriótico, pero también de preocupación, porque los principales jefes no se hallaban en tierra cubana y resultaba imprescindible la presencia del general en jefe y de su lugarteniente general Antonio Maceo para la organización del Ejército Libertador.
Todo un mes estuvieron ajetreados tratando de hallar armas y el modo de embarcarse ellos mismos, así como de facilitar los medios necesarios al grupo que se hallaba en Costa Rica, encabezado por los Maceo y Flor Crombet. Por otra parte, Martí trabajaba denodadamente en la redacción del “Manifiesto de Montecristi”, documento que ambos calzarían con su firma el 25 de marzo, fecha en que fue dado a conocer.
Ese día, confiado en que poco después se embarcarían hacia la Isla amada,[i] Martí escribió cartas de despedida dirigidas a la madre —carta antológica en que el amor a sus dos madres (Cuba y Leonor) y la disposición al sacrificio afloran con fuerza—; en esa misiva escribió: “Vd. Se duele, en la cólera de su amor del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”.[ii]
También escribió a sus niñas queridas Carmen y María Mantilla; a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, sus más cercanos colaboradores a quienes explicó: “Yo, tal vez pueda contribuir a ordenar la guerra de manera que lleve adentro sin traba la república […] No flaquearé […] Voy con la justicia”;[iii] a Fernando Figueredo, veterano de la Guerra de los diez Años, y Teodoro Pérez, importante figura de la emigración y el PRC, a quienes planteó: “[…] para mí no hay derrota. Prudencia y sacrificio y martirio sí, derrota, no”;[iv] y a Federico Henríquez y Carvajal, en carta que ha sido considerada su testamento antillanista.
Es esta una hermosa misiva en la que no, por centrarse en lo antillano, deja de aflorar lo universal, en su cabal comprensión de la naturaleza humana: “Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entraña de nación, o de humanidad”.[v]
Tampoco deja de estar presente el ser humano que es, con sus sentimientos y anhelos. Martí estaba muy consciente de su responsabilidad al frente de Cuba; se conocía bien y valoraba sus cualidades como aglutinador de la masa diversa que constituía las diferentes emigraciones; pero sentía su deber de cubano de pelear con un arma en la mano. Ya en la República Dominicana habían estado a punto de convencerlo —o mejor, de vencerlo— de que debía regresar a Nueva York. Por suerte, la noticia de que había estallado la guerra y de que Gómez y Martí se hallaban en Cuba había sido para él la tablita salvadora que le permitió ratificar su decisión de sumarse a la guerra que había organizado: “De vergüenza me iba muriendo—aparte de la convicción mía de que mi presencia hoy en Cuba es tan útil por lo menos como afuera,—cuando creí que en tamaño riesgo pudiera llegar a convencerme de que era mi obligación dejarlo ir solo y de que un pueblo se deja servir, sin cierto desdén y despego, de quien predicó la necesidad de morir y no empezó por poner en riesgo su vida. Donde esté mi deber mayor, adentro o afuera, allí estaré yo. Acaso me sea dable u obligatorio, según hasta hoy parece, cumplir ambos. Acaso pueda contribuir a la necesidad primaria de dar a nuestra guerra renaciente forma a que lleve en germen visible, sin minuciosidades inútiles, todos los principios indispensables al crédito de la revolución y a la seguridad de la república”.[vi]
Él estaba consciente de su certera interpretación de que lo ocurrido en la Guerra Grande —las continuas fricciones entre una Cámara de Representantes leguleya, por una parte, y el mando del Ejército Libertador y el propio Ejecutivo a ella subordinados, por la otra— podría evitarse con una adecuada organización.
Se desgarraba entre su deseo de combatir por la independencia, lo que consideraba su deber, y la tarea que todos hallaban más apropiada a sus cualidades de seguir apoyando la guerra desde el exterior: “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio; hay que hacer viable, e inexpugnable, la guerra; si ella me manda, conforme a mi deseo único, quedarme, me quedo en ella; si me manda, clavándome el alma, irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor. Quien piensa en sí, no ama a la patria […] Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora”.[vii]
Como ya dije, esta carta ha sido considerada su legado para las Antillas Mayores, pues es uno de los documentos en los que define el papel de esta área geográfica en el destino de la América nuestra: “[…] aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas. Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo”.[viii] El apóstol de nuestra independencia estaba convencido de que la independencia de Cuba y, en general, de las Grandes Antillas frenaría las ambiciones imperialistas e impediría que nuestra América se convirtiera —como en definitiva ocurrió con la intervención norteamericana en una guerra que ya los mambises tenían ganada— en el patio trasero de Estados Unidos.
Vivía convencido de que las Antillas formaban una gran nación —“De Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de Cuba? ¿Vd. no es cubano, y hay quien lo sea mejor que Vd? ¿Y Gómez, no es cubano? ¿Y yo, qué soy, y quién me fija suelo?”[ix]—; por eso el PRC tenía como misión fomentar la independencia de Cuba y Puerto Rico; por eso Jamaica, Dominicana y Haití fueron tan importantes en su gestión de organizar las emigraciones y alzar la guerra.
Una hermosísima metáfora, en la que la geografía se convierte en símbolo de la unicidad de estas tierras, da fe de que tal como los Andes vertebran toda la América continental, la sangre y el amor a la libertad y entre unos y otros pueblos antillanos pueden unir a estas islas que conforman las Antillas: “Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo de la mar hace la cordillera de fuego andina”. Esta idea la reafirma con la frase final: la guerra que ha alzado es por la independencia de Cuba y de las islas hermanas —y de la América toda, podría añadirse—: “Levante bien la voz: que si caigo, será también por la independencia de su patria”.
De modo que el 25 de marzo de 1895 fue un día fructífero, en que la pluma martiana nos legó un enorme patrimonio de amor a la libertad de estas ti
[i] Como se sabe, tras su partida el 1.o de abril, fueron abandonados en Inagua y tuvieron que regresar de incógnito, hasta la que sería su partida definitiva a bordo del Nordstrand el 10 de abril.
[ii] José Martí: “Carta a su madre”, 25 de marzo de 1895, cit. por María Luisa García Moreno y Lucía C. Sanz Araujo: Días de manigua, Ediciones Abril, La Habana, 2012, p. 89
[iii] __________: “A Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra”, 25 de marzo de 1895, en Obras completas, t. 4, Centro de Estudios Martianos, Colección digital, La Habana, 2007, p. 106.
[iv] __________: “A Fernando Figueredo y Teodoro Pérez”, 25 de marzo de 1895, en ob. cit., p. 109.
[v] __________: “A Federico Henríquez”, 25 de marzo de 1895, en ob. cit., p. 110.
[vi] Ibídem, pp. 110-111.
[vii] Ibídem, p. 111.
[viii] Ibídem.
[ix] Ibídem.