A veces me parece -escríbolo con angustia- que José Martí es solo pieza de estudio. Estudio que por instantes equivale a un culto bibliográfico, intelectual, faena de vocación que honra a investigadores y exégetas, pero no suele pasar a cumplir su destino de obra apostólica, pedagógica, formadora de conciencia patriótica, oráculo que reciba preguntas y sugiera guías, rumbos, actitudes. La indiferencia ciudadana, aunque no sea general o masiva, acaso lo relega a oficiar como receptor y sujeto de un culto tan patriótico como maquinal.
¿Vemos al fundador de la cubanía muy lejos, o muy alto? Si alto y lejano lo pusiéramos, quizás los cubanos empezáramos a dudar, a andar entre desazones, a tropezar con el quicio de la puerta e intentar salir por alguna pared. No habría polémica útil, con sentido constructivo sin el pensamiento de Martí como consultor. U orientador.
En años y meses previos a sus brevísimos días en la manigua, artículos, ensayos y discursos de Martí, además de azuzar el fervor por la independencia, empezaron a despejar la atmósfera de la paz para la Cuba liberada del predominio opresivo de España. En esas piezas de su apostolado fundador –me atrevo a recordarlo-, encontraremos aún los cubanos ideas, normas, posiciones políticas y éticas para definir y adecuar la situación y las fórmulas de corrección y desarrollo de nuestro curso histórico liberador, comúnmente hostilizado por enemigos, y en algún momento tentado a la traición por falsos amigos, y en ocasiones entorpecido por carencia de reflexión y claridad.
¿Tendrá Martí una frase que contenga con exactitud programática las respuestas a los debates actuales en Cuba? ¿Sería útil proponerlos o analizarlos en nuestros textos? Sí, desde luego. Y la frase que elijo hoy, luego de introducir mi mano cordial, la izquierda, en la urna ideológica de Martí, nació la noche del 26 de noviembre de 1891, en el liceo artístico de Tampa. Leo en las páginas de ese discurso, la idea matriz y motriz de la igualdad como principio regulador de derechos, no como efecto distribuidor del igualitarismo. Aprecio en esa fórmula martiana la consigna clave, la postura de brazos abiertos, en aquel momento cuando los cubanos de vergüenza preparaban el 24 de Febrero. Martí decía: “…No buscamos, en este nuevo sacrificio, meras formas, ni la perpetuación del alma colonial en nuestra vida, con novedades de uniforme yanqui, sino la esencia y realidad de un país republicano nuestro, sin miedo canijo de unos a la expresión saludable de todas las ideas y el empleo honrado de todas las energías…”.
Martí concluyó este discurso con su “fórmula del amor triunfante”, muy repetida entre nosotros: “Con todos y para el bien de todos”. Como señaló Jorge Mañach, se aprecia base de pueblo en esa política. Pero la política general necesita adecuación, interpretación. Y en esta frase programática uno cree reconocer que el Con todos de Martí no asegura que todos quieran vivir congregados bajo el techo de la unidad e independencia nacionales, ni que quieran trabajar por lo justo, lo equitativo, lo constructivo, para el bien de todos, en consonancia con las leyes y las reglas éticas de nuestra república. Tratamos, y trataba Martí, con voluntades, pareceres e intereses humanos, no siempre concordes o unánimes.
El Apóstol invita, pues, a estar unidos en la honradez esencial del ciudadano, de modo que podamos estar de cara a todos los vientos, sin que giremos como veleta. Es decir, sin dividirnos frente a lo sustancial de los valores políticos y sociales que nutren al país, lo defienden y deben de tender a mejorarlo. El me planto aquí y tú en frente, han de aprender a completarse, porque tras mucho tiempo de beligerancia unida frente a colmillos de tigres antediluvianos, de inclinación intachable hacia cuanto hemos creído justo y conveniente, podemos deducir que la vida, las ideas y los procesos políticos hallan el método de la verdad en la mesura y el equilibrio. El fraccionamiento y el encono de posiciones jamás lograrán cumplir el mandato martiano de “Con todos y para el bien de todos”.
Según mi parecer, Martí articuló la fórmula justa para hoy. Y en términos de laterizaciones es la exacta: ni en la derecha, ni a la izquierda, ni en el centro. Está esa máxima programática de “Con todos y para el bien de todos” como una comba que techa a todos los que sintonicen sus ideas, pareceres y posicionamientos con la justicia social y la independencia –causas martianas y fidelistas- sin que por ello tengamos que desdecir, o denostar, o rechazar a todo cuanto de útil ha edificado la Revolución.
No parece recomendable someternos al papel de víctimas en ese martirologio incruento donde pudieran inscribirse aquellos que apuestan en exceso por sueños y pasiones y de improviso se sienten como obligados a decidir en los extremos, o en un centro aparentemente descomprometido. Lo que podría salvarnos de caer en el menosprecio de uno mismo al valorar cada pisada, cada bifurcación en el pasado, es la sinceridad con que podamos decidir cómo se protege con más blindaje a la patria para que no retroceda al pasado de un capitalismo facilitado por el exabrupto, o la impremeditación.
Desde luego, necesitamos el debate inteligente, multilateral, respetuoso; urgimos de la reflexión exhaustiva y numerosa, y del espacio abierto al criterio más íntimo, para que la dialéctica de gobernar con todos, equivalga al gobierno de la dialéctica que prevea o provea el bienestar a disposición de todos: No todos ricos, pero tampoco todos pobres. Dialéctica que facilite detectar dónde se disimula la barranca, o de qué manera pretende algún trecho de la ruta trazar un artero desentronque, o cambio de rumbo y signo.
De acuerdo con Martí, los pueblos, que el Fundador compara con una locomotora, sufren por exceso de freno y también por exceso de vapor. Y el equilibrio, la balanza en el fiel, se propone como la receta sana entre tantas posibles prescripciones extremas, separadas del bien común, y que en vez de poner “remedio blando al daño”, lo agravan.