La precisión temporal tal vez no se imprescindible para ubicar los tres viajes de José María Vargas Vila a La Habana en 1923, 1924 y 1926. Algún tiempo residió en esta ciudad donde, según noticias oídas en mi adolescencia, se aposentó en Calabazar, en un remedo de bungaló a orillas del río Las Cañas, nombrado así siendo el curso del Almendares, porque quizás en ese tramo proliferaban las cañabravas, que de tanto intentar rozar las nubes con su tallo ahuecado terminaban sombreando las agua. Tras unas pocas fintas en su fluir moribundo hacia el litoral del norte, el río pasa por el sitio donde hoy se ubica el centro recreativo de Río Cristal, y donde en el siglo XIX molió un ingenio llamado también Las Cañas.
En los años de 1960, la vivienda donde se alojó el entonces leído, admirado y también repudiado colombiano se mantenía convertida en una especie de club nocturno llamado River Cañas Club, cuyo espacio indica hoy entre caracteres de manigua copiosa: Demolido.
El autor de Ibis conquistó amigos y lectores en Cuba. Uno de ellos conservó un archivo con cartas y papeles literarios escritos por Vargas Vila entre 1899 y 1933, en especial un llamado Diario secreto, de cuya existencia y sobre la donación a la Fragua Martiana escribió en 2007 Luis Hernández Serrano, en Juventud Rebelde.
Seamos justos. En Cuba, la lectura de los libros del colombiano compuso una especie de iniciación juvenil. Su nombre entre nosotros era popular, recurrente. Pocos sabían que sus textos, juzgados desde la distancia –que en espejismos literarios tanto aclara la visión–, ya empezaban a espolvorearse con el polen amarillento de lo caduco. Mario Parajón[1], narrador, crítico teatral y cronista, vinculado al grupo Orígenes, colaboró en desinflar el crédito de José María Vargas Vila–llamado, según el registro civil, José María de la Concepción Apolinar Vargas Vila Bonilla– con una nota publicada en el periódico El Mundo[2] cuando la década de 1960 transitaba por su mitad.
Retando a los devotos del panfletario colombiano, Parajón alertaba que había que leer como sugería un poema de Antonio Machado: parándose “a distinguir las voces de los ecos”. Y detenidos en el camino, pues, hemos de estirar las orejas, pulverizar los conjuros de la tradición y concluir que José María Vargas Vila suena como el eco de una época en que supuraron tantas famas de yeso. Quizás tan abundantes como en el presente.
El escritor de Archipiélago sonoro demostró que la fama de ciertos personajes cuaja mediante una alianza entre la recurrencia del nombre, los amigos, la brusquedad de las ideas y la estridencia de la expresión. Se caracterizó por su virulencia liberal, antiimperialista. En 1903 publicó un libro que tal vez le ganó los abrazos de revolucionarios de su época: El yanqui: he ahí al enemigo. También se autodefinirá como anarquista. Era, en fin, una especie de rebelde signado por la irreverencia y el desparpajo. Su novela Ibis le atrajo la excomunión del Vaticano. Condena que lo regocijó, según propia confesión.
Entre los hombres excepcionales que lo quisieron sobresalió José Martí. La cordialidad del Maestro y su vocación política unitaria realzaron el valor del irreverente prosista, aventajado perito en el insulto. Vargas Vila residía en New York adonde se había establecido en 1891. En 1893, según su cronología y en 1894 ateniéndonos a la de Vargas Vila, Rubén Darío descendió en el puerto de la gran ciudad de hierro. Y Martí, mediante su secretario, Gonzalo de Quesada, le pidió al poeta que lo visitara. Cuando se vieron, el nicaragüense se encontró de pronto en los brazos del Maestro que lo llamaba ¡hijo!. Más tarde, se organizó una reunión, más bien banquete con el que la colonia cubana había programado agasajar al nicaragüense, “en casa del restaurateur Martin”, de acuerdo con las memorias de Darío. Martí invitó “a nuestro Vargas Vila” a participar con “nuestro Rubén Darío”. Esos términos emparejaban, cortésmente a dos escritores muy disímiles en obra y trascendencia. Pero Vargas Vila declinó en términos que a Martí le parecieron excesivos, según supo aquel por Gonzalo de Quesada.
El autor de Flor de fango no quería al poeta de Azul. Lo rechazaba por haber Darío aceptado el consulado en Buenos Aires que le otorgó Rafael Núñez, “déspota colombiano”. Sin embargo, en 1900 ambos se alargaron las manos o los brazos por primera vez. En abril, el prosista de Los raros volvía a París con el encargo de La Nación de cubrir la exposición universal que en ese fin de siglo se organizó en la capital de Francia. ¿Y qué obligó a Vargas Vila a deponer su hostilidad hacia el reconcentrado y a veces dipsómano poeta?. En esos tiempos había circulado la falsa noticia sobre el deceso del pugnaz panfletario, especie que tantos jadeos publicitarios debió de atizar en su amor propio. Sobre todo debió envanerlo, la conmovida y limpia nota necrológica publicada por Darío. En reciprocidad, tras la muerte del líder del modernismo literario, el colombiano escribió un mínimo libro donde contó sus relaciones con el poeta de Azul.
El 24 de julio de 1924, confiesa en el Diario secreto –secreto tal vez a causa de la pasión vargasvilesca por los disfraces ambivalentes, los gestos aparenciales para hinchar el globo de su inasible exclusividad literaria: “Suprimo la narración de mi primera estancia en La Habana, de paso para México, porque todo eso pertenece a mi libro de viajes, y se halla en un volumen especial bajo el título de En la esmeralda fúlgida. Estuve en la República Argentina, Uruguay, Brasil, costas de Colombia, Venezuela y México. Y heme aquí, llegado de nuevo a las playas oro y azul de esta isla maravillosa, donde la sombra doliente de José Martí parece extender sus brazos para recibirme. Recobro el imperio de mí mismo. ¡Bendita sea!”. Ahora podemos advertir que 1923 fue el año cuando llegó a La Habana, aunque haya sido una escala en su jornada hacia México.
El periodista Ortega, de El Universal, lo describió así en 1926: “De pequeña estatura, un poco grueso; de mirada, gestos y hablar que quieren ser olímpicos (…) Voz despectiva y seca (…) Viste irreprochablemente, calza a la última moda, sin descuidar un solo detalle”. Y al referirse a cuantos lo esperaban en la estación ferroviaria, Ortega apuntó: “Ningún intelectual acudió a saludarlo. Se sabe, de hace tiempo, todo lo que va a decirnos”. A pesar de ello, el mexicano lo entrevistó y al reproducir el diálogo enfatiza en la grotesca vanidad de Vargas Vila, que solo hablaba y permitía generosamente que los demás escucharan. “Se tomaba –aseguró el periodista– por un Zeus Fulminador”.
También en 1926, la revista Orto, de Manzanillo, Cuba, publicó el diálogo que el chileno Joaquín Edward Bello sostuvo en España con el colombiano. En estos párrafos la vanidad del narrador de María Magdalena; novela lírica, despedazaba los moldes de la sensatez, aunque para muchos, como el propio entrevistador, su petulancia era propia de un niño fresco, iluminado, juguetón.
Comenzó definiéndose así: “Yo soy un paladín de la libertad: lo he sido siempre”. Luego, sobre su patria, dijo: “Colombia no me perdona que yo la haya llenado de gloria”. Del presidente mexicano Obregón afirmó: “…Es mi discípulo (…) desde pequeño Obregón se nutría de mi literatura”. Sobre España sostuvo: “Yo enseñé a pensar a los españoles con la publicación de mi obra Ibis”.
En su descargo quizás podamos proponer la hipótesis de que su ego exaltado haya sido una pose, una manifestación netamente literaria. Y si fue algo ínsito, propio del carácter o de un temperamento enfermizo, afín a lo grandilocuente, tampoco debemos negarle páginas venturosas, audaces, y sobre todo reconocerle que escribió tanto como remó un condenado a galeras.
A los 73 años falleció en Barcelona. Discurría 1933. Ya su presunta voz iba derivando hacia la certeza de un efecto de resonancia en la caverna de los créditos sin inscripción de propiedad.
Siendo muy joven, pagué impuestos a los libros de Vargas Vila. Era lo común entre los aficionados aún carentes de la sagacidad para discriminar los ecos de entre las voces. En una libreta anoté mis impresiones. Terminaba de leer La voz de las horas, y encandilado por la suntuosa retórica, la califiqué de maravillosa prosa, y a los conceptos apodícticos y contestarios del autor les asigné el juicio de geniales. Entonces me conmovían estas líneas de Vargas Vila en José Martí: apóstol–libertador: “…La frente espaciosa, el aire triste de los predestinados del dolor… su palidez de “Cristo de los Ultrajes”, bajo el follaje de los olivos taciturnos, la boca oculta tras los mostachos lacios, caídos sobre los labios elocuentes (…); la frente enorme, hecha como para cúpula del Tabernáculo de su Pensamiento”. Enseguida mordí a Ibis, y aquella admonición que recomendaba muy a lo machista al amante engañado: si no tienes el valor de matarla, mátate, me resultó extrema, artificiosa, ridícula. Y renuncié a tan estridente componedor de frases. Solo conservo el folleto con sus recuerdos de Rubén Darío.
A tiempo llegó la nota de Parajón en El Mundo. Aún se lo agradezco que me haya enseñado a distinguir las voces de los ecos. Así aprendí a desconfiar del lujo y la frivolidad. Y renuncié a leer a Vargas Vila, cuyo delirio estilístico lo condujo a escenificar obra y vida en el personaje de una voz solitaria, insolente, escandalosa y, sobre todo, enamorada de sí misma. Hoy sólo disuena como un eco de trascendidas nostalgias.
[1] Nació en La Habana el 3 de agosto de 1929 y falleció en Madrid el 21 de septiembre del 2006.
[2] Periódico habanero fundado en 1902 bajo conceptos del periodismo moderno. Su circulación se interrumpió definitivamente en 1968, a causa de un incendio en su redacción y talleres.