En septiembre de 2001, asistí como ponente a uno de los maratónicos congresos de la Latin American Studies Association (LASA) en Washington. Permanecí en la ciudad otros dos meses, en una fructífera revisión de la papelería manuscrita de José Ignacio Rodríguez, que se conserva en la Biblioteca del Congreso. Se comprenderá por las fechas de mi estancia, que viví el estupor que causó en todos los hombres y mujeres honestos del mundo el desvío de los aviones civiles y el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, y el ataque al Pentágono, en la capital estadounidense.
Viví la histeria belicista que preparó los ánimos para la invasión a Afganistán e Iraq, y el renacimiento del movimiento civil norteamericano contra la guerra.
La pesada puerta de la Biblioteca del Congreso en Washington separaba dos mundos lejanos pero semejantes: afuera, manifestaciones populares que denunciaban la guerra y el terrorismo de Estado, mientras algunos congresistas y políticos cubano-americanos cabildeaban para hacerle más dura la vida a quienes en la Isla de sus orígenes se atrevieron a enarbolar el ideal de independencia absoluta. Adentro, en disímiles caligrafías que transparentaban el temperamento de los autores y en ocasiones, el humor del día, aparecían, desnudos ante mis ojos, personajes y personajillos decimonónicos que conspiraban en Washington y en La Habana para evitar que se produjera la independencia cubana. Las cartas tienen un destinatario: José Ignacio Rodríguez. Y un contexto histórico preciso: los años de la primera ocupación militar norteamericana (1898-1902), después de la derrota de España en la guerra hispano-cubano-americana, aunque algunas misivas son de fechas anteriores y otras de fechas posteriores. El diálogo epistolar se produce entre autonomistas y anexionistas, las dos tendencias políticas del reformismo insular decimonónico.
Cabe una aclaración: en la historiografía cubana se acepta sin dificultad que el autonomismo es una corriente reformista, pero algunos autores dudan al calificar el anexionismo. Dos razones parecen interponerse: la creencia de que toda solución violenta es revolucionaria y la errada suposición de que la anexión es una solución radical. Ni lo uno ni lo otro. Se puede ser violento y reformista (y viceversa), y ninguna solución que apostara por la anexión podía solucionar los problemas de la nación desde su raíz. Creo que el anexionismo, por su dependencia de un poder externo que garantice los límites del cambio al que aspira, es esencialmente reformista. Las décadas que transcurren entre el fin y el inicio de los siglos XIX y XX, ofrecen suficientes evidencias de esta confluencia de propósitos e intereses.
En la intimidad de la correspondencia caen etiquetas y máscaras políticas. Algunos autonomistas de fines del siglo XIX se trasladan sin recato y con inusitada rapidez a las filas del anexionismo. Ante el señalamiento de la inutilidad del esfuerzo autonomista, un amigo de juventud de José Ignacio, Ricardo de Albate, le había escrito el 20 de julio de 1893:
Seguro tengan razón, si solo se atiende al propósito de alcanzar de España la Autonomía; pero no se perdería el trabajo dedicado al fin de ir ganando terreno —¿Para qué, si no viene la Autonomía?
Para preparar a nuestra gente, que mucho lo necesita, y por medio de la doctrina y la disciplina, ensayarla en los hábitos de la política seria, sensata, prosaica, modernista y anti-jacobina de tal manera que —ya que los estadistas de la Casa Blanca mantienen el tradicional precepto de «esperar que madure la fruta» podamos evitar que la nueva generación, incitada por los energúmenos […] que tantas veces han extraviado el patriotismo cubano, no caiga en la tentación de echar abajo la fruta verde a pedradas, como muchachos perversos, por el gusto de que no se la coma el vecino. No vale esto algún esfuerzo?
Es el mismo razonamiento que guiaba a José Ignacio Rodríguez –el primer emigrado en autocalificarse como cubano-americano–, anexionista convencido y declarado, en su apoyo y estímulo constante a los autonomistas. Todavía en enero de 1898, Rodríguez escribiría una carta pública de respaldo a la Autonomía que España promulgaba como concesión de última hora, y llamaría a deponer las armas. Esa posición fue repudiada incluso por algunos de sus colaboradores más honestos. Raimundo Cabrera, por ejemplo, respondió de forma pública en la revista Cuba y América, de Nueva York. Cito algunos fragmentos:
Aunque hace muchos meses interrumpió Vd. su larga correspondencia conmigo sobre los sucesos políticos de Cuba, desde que le comuniqué con franqueza mi opinión sobre el deber de todo cubano de apoyar la Revolución, (traída contra nuestra voluntad y los constantes esfuerzos de los autonomistas por la obstinación y la ceguera de España) no creo que haya motivo que me impida escribirle de nuevo […] Tiene usted razón al decir que la política es una ciencia de transacciones prudentes. También lo creo así.
Pero no veo en la carta de usted que se aconseje una transacción, sino una sumisión. Lo que en síntesis dice usted al Sr. Angulo y por ende a todos los cubanos, es que vayan a tomar puesto, a hablar, a hacer azúcar sin más garantía, después de las penosas experiencias del pasado […]. Admitida la posibilidad del hecho que usted enuncia como supremo argumento para sofocar las esperanzas de los revolucionarios y de los que con ellos simpatizan; que los Estados Unidos no favorecerán el planteamiento en Cuba de una República independiente y débil: aún así ¿puede llamarse transacción prudente la aceptación incondicional de un plan de gobierno colonial que los ministros de España promulgan en la Gaceta como acto de magnanimidad, llamando en su apoyo a los enemigos todos de la Revolución y prescindiendo en lo absoluto de ésta […]?
Tal toma de posición no le impediría a José Ignacio ser, unos meses después, traductor principal y consejero de la delegación norteamericana en las discusiones del Tratado de París (el único cubano en asistir), y sostener, entre 1899 y 1900, una intensa correspondencia con algunos autonomistas cubanos para propiciar la anexión o impedir al menos «la Absoluta», como le llamaban a la independencia real.
Especialmente reveladora es su correspondencia con José María Gálvez, presidente del Partido Liberal Autonomista. ¿Cómo entender que Gálvez reconociera haber dicho, en la efímera Cámara del Gobierno Autonomista, «que prefería el hundimiento de la bóveda celeste a ver sojuzgado al pueblo cubano por otro pueblo» y después recomendara el protectorado yanqui y la anexión? Él mismo se explica con una elocuencia que hubiese hecho sonreír a Marx. Como el espacio es breve, citaré fragmentos de sus cartas a Rodríguez que no necesitan ser comentados:
No se nos oculta el peso de las razones que exponías contra el avance de un régimen autonómico dentro del sistema americano. Lo indicábamos como medio provisional y transitorio de regularizar la vida del país durante el tránsito á cualquiera de las dos únicas soluciones definitivas posibles, que son la independencia absoluta y la anexión […] Aquella sería la mayor de las calamidades que pudieran venir sobre el país, que ya ha soportado tantas. Prescindiendo de la división en razas hostiles y de la inmoralidad que sembró profusamente la administración española, no es para olvidarlo este dato elocuentísimo: más del 80% de la población de Cuba vive sumida en la más crasa ignorancia. Y fórmese con esto una república libre e independiente! (21 de agosto de 1899).
Estoy de acuerdo contigo en que nos conviene no crear sistemáticamente obstáculos a los interventores; pero también es preciso que ahí adopten una política más definida y clara. McKinley habla a manera de oráculo, y de sus ambigüedades sacan partido estos calientes, interpretando cada palabra del Presidente como una nueva promesa de mandarnos la «absoluta» certificada por el primer correo. (31 de agosto de 1899.)
Siempre creímos que la solución del Protectorado, única viable, necesitaba vencer las resistencias locales y abrirse paso en la opinión americana. Por lo que me dices, y he leído con gusto, veo que podemos continuar la propaganda sin el temor de contrariar los propósitos de ese Gobierno, a quien opino, como tú, que la fórmula ofrece un medio decoroso y seguro de salir de las dificultades creadas por la «resolución conjunta» […] Sin embargo, la campaña será ruda, porque la masa general de este pueblo está grandemente prevenida contra nosotros por las diarias predicaciones que oyen y leen de labios de los oradores y en los editoriales de los periódicos «cubanísimos», acerca de los cuales no emito aquí juicio porque veo que los conoces perfectamente
[…] La independencia absoluta es la ilusión del día, fomentada por los «patrioteros» y acariciada por la turba mulata. Conviene desvanecerla antes de emprender la demostración de que a la anexión ha de llegarse de todos modos.
[…] Creo haberte dicho antes y repito ahora que suspiran por la anexión todos los que tienen algo que perder, los que aspiran a adquirir, y la masa general de españoles. (3 de septiembre de 1899.)
Hemos creído preferible dar a nuestra campaña carácter crítico y de propaganda conservadora en el recto y levantado sentido de la palabra, sin buscar inteligencias, pero sin rechazarlas, a condición de que se basen en los principios que informan nuestra propaganda y que no envuelvan abdicaciones indecorosas.
El negarnos a ellas en el periódico y fuera de él, ha sido y es con frecuencia motivo de recriminaciones por parte de los que a todo trance quieren hacernos gritar «viva la independencia absoluta» y «viva Baire». (28 de febrero de 1900.)
Conservo fotocopias de todas esas cartas. El autonomismo y el anexionismo decimonónicos eran tendencias reformistas en las que confluían aspiraciones individuales diversas (liberales o conservadoras), asociadas a una determinación común: la dependencia a un factor externo (español o estadounidense) que garantizara el cambio sin afectar el statu quo. Desde fines del siglo XIX e inicios del XX, el reformismo —que siempre expresa una desconfianza (o temor) hacia el pueblo— aspirará a conservar los espacios de predominio clasista bajo la tutela del imperialismo norteamericano.
Nota:
Este texto es un fragmento del libro del autor: Cuba ¿revolución o reforma? (Casa Editora Abril, 2012), cuya segunda edición publicada en el 2017 por la Editorial Ocean Sur será presentada en el mes de septiembre.