A 122 de años de la caída en combate de José Martí y de la carta dirigida a su gran amigo mexicano Manuel Mercado de la Paz, desde el campamento de Dos Ríos, la famosa carta inconclusa del 18 de mayo, hoy considerada su testamento político, no es posible dejar de aventurar algunas reflexiones acerca de la trascendencia de ambos hechos.
Creo que no hay cubano de verdad que no recuerde de memoria las primeras idas de esa misiva: “[…] ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”.*
No fue esta la primera ocasión en que Martí abordó el tema del peligro imperialista para nuestros pueblos. Basta recordar ese extraordinario ensayo, publicado en El Partido Liberal de México, el 30 de enero de 1891. Me refiero, por supuesto, a “Nuestra América”, donde entre otras puede leerse la siguiente idea: “[…] sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos”.1 A pesar del lenguaje metafórico, resulta clarísima la alusión al gigante de las siete leguas y clarividente la frase “engullendo mundos”. Y es que la mirada del Apóstol había traspasado todas las “cortinas” que podía ofrecer el indudable desarrollo económico de Estados Unidos y penetrado con singular agudeza en las apetencias imperiales.
Y en la carta a Mercado retomó la idea: “Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos—como ése de Vd. y mío,— más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los Imperialistas de allá y los españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia […]”. Resulta conocido que si bien los hermanos países latinoamericanos se solidarizaron con los patriotas cubanos durante la Guerra Grande, en la Guerra Necesaria no ocurrió lo mismo: las naciones libres del continente tenían relaciones económicas con su antigua metrópoli que no querían dañar y los gobiernos —los pueblos sí— no expresaron su solidaridad con Cuba ni reconocieron al gobierno de Cuba Libre. Sin embargo, Martí alertaba, una vez más, que la guerra de independencia en nuestro país resultaba vital para el futuro de nuestra América y la vida se encargaría de darle la razón cuando en 1895 sobre nuestro suelo —también Puerto Rico, Filipinas y Guam tuvieron su parte— se libró la primera guerra imperialista del mundo y con la derrota definitiva de España y la pérdida de lo que restaba de su otrora inmenso imperio colonial se abrió un nuevo destino para nuestros pueblos que se convertirían en neocolonias. Surgió así un imperio de nuevo tipo, pero igual de nefasto para las tierras de América.
¿Por qué pudo nuestro Héroe Nacional percatarse de las intenciones imperiales? Amén de que Estados Unidos nunca ha sido muy discreto en su convicción de que la América nuestra es su patio trasero, Martí contaba con una excelente escuela: “Vivi en el monstruo, y le conozco las entrañas”. Su permanencia de media vida en aquel país y sus extraordinarias dotes de análisis le permitieron ver y comprender lo que la mayoría de sus contemporáneos no pudo prever.
En tiempos en que anexionistas y autonomistas veían salidas que no eran la independencia de la Isla y Martínez Campos le confesaba a Bryson, corresponsal del Herald que luego entrevistaría a Martí en la manigua que “[…] llegada la hora, España preferiría entenderse con los Estados Unidos a rendir la Isla a los cubanos”,* Martí continuaba su labor —“Por acá yo hago mi deber”—, convencido de que “La guerra de Cuba […] ha venido a su hora en América, para evitar […] la anexión de Cuba a los Estados Unidos […]”.* Conocedor de la situación internacional, le pregunta a su amigo mexicano, “Y México, ¿no hallará modo sagaz, efectivo e inmediato, de auxiliar, a tiempo, a quien lo defiende? Sí lo hallará,—o yo se lo hallaré.—Esto es muerte o vida, y no cabe errar”.* Vale decir: o América apoya a Cuba o Cuba sería la puerta de entrada de Estados Unidos en América.
A continuación cuenta al amigo acerca de su arribo a la Patria y de la situación de la Isla: “Llegué, con el General Máximo Gómez y cuatro más, en un bote en que llevé el remo de proa bajo el temporal, a una pedrera desconocida de nuestras playas; cargué, catorce días, a pie por espinas y alturas, mi morral y mi rifle;—alzamos gente a nuestro paso;—siento en la benevolencia de las almas la raíz de este cariño mío a la pena del hombre y a la justicia de remediarla; los campos son nuestros sin disputa, a tal punto, que en un mes sólo he podido oír un fuego; y a las puertas de las ciudades, o ganamos una victoria, o pasamos revista, ante entusiasmo parecido al fuego religioso, a tres mil armas; seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.* En estas palabras se revela la sencillez y grandeza del hombre: había sido Martí, con su labor tesonera, quien logró la unidad de las emigraciones, quien alzó la guerra; pero con la generosidad de quien no quiere nada para sí y solo el bien de la Patria, marchaba a deponer su autoridad y someterla a la decisión de sus compañeros de lucha; aunque ya muchos lo trataban de presidente.
Fuera cual fuera la organización que se diera a la república en armas, para el Apóstol estaba claro que no podía repetirse la situación de la Cámara de Representantes durante la Guerra del 68. Por eso afirmaba a su amigo mexicano: “La revolución desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara”.* Era este un aspecto que predisponía a algunos jefes de las anteriores contiendas —como el propio Maceo—, quienes temían que se repitiera el excesivo republicanismo y las interferencias del gobierno en la dirección de la guerra.
Como ya se dijo, Martí no se aferraba a ningún cargo o poder personal. Por eso le decía a Mercado: “Me conoce. En mí sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad. Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí o a otros”.* Si no era elegido, él “desaparecería” del lugar preminente en que su labor incesante y el respeto de las emigraciones lo habían colocado; pero no de los esfuerzos necesarios por conquistar la independencia patria.
A primera hora de la mañana del siguiente día 19, Martí dejó una nota a Gómez —su último escrito—, para informarle que se trasladaba a Las Bijas, campamento de las fuerzas de Masó, situado al otro lado del Contramaestre. A media mañana, Gómez y sus hombres llegaron también a Las Bijas, poco antes del mediodía. Sin que se percataran, una columna española había avanzado sobre su rastro. Los mambises salieron a enfrentarlos; pero el adversario, bien situado, recibió a la caballería insurrecta con un nutrido fuego.
Martí, desoyendo las indicaciones de Gómez, se incorporó resuelto al combate y avanzó hacia el enemigo. No se dio cuenta de que marchaba justo hacia el centro del fuego español: atravesó el Contramaestre por el paso de Santa Úrsula y cayó en tierra cubana, en la finca Dos Ríos. Recibió tres heridas, dos de ellas mortales: en el cuello y en el pecho. De ese modo, hace 122 años, cayó en combate el más universal de los cubanos.
Hombre de extraordinaria inteligencia pudo saltar por sobre los límites que su humilde cuna le trazaba y adquirir una vasta cultura. Sus dotes creadoras lo convirtieron en un singular escritor y periodista, que colaboró con las publicaciones más importantes de su tiempo y cultivó casi todos los géneros literarios. Su profundo amor a la niñez le llevaron a crear La Edad de Oro, que a pesar de los años sigue siendo paradigma de literatura para niños. Su facilidad de palabra y su don de gentes lo transformaron en un excelente orador, cuyo verbo apasionado arrastraba y conquistaba multitudes para la causa de la independencia. Su amor infinito y desinteresado a la patria, su entrega y abnegación sin límites hicieron de José Martí el artífice de la guerra necesaria; el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, que forjó la unión entre los heroicos guerreros del 68 y los “pinos nuevos”; el mayor general del Ejército Libertador, que, en plena manigua, escribió importantes circulares que definieron el carácter de la Guerra de Independencia; el soldado mambí que cayó en combate en la flor de la vida, pero de cara al sol, como quería. Ese 19 de mayo, José Martí abandonó su envoltura humana y se convirtió en esencia pura de Cuba.
Notas
* Todas las citas marcadas con este signo corresponden a José Martí: “Carta a Manuel Mercado”, 18 de mayo de 1895, en Obras completas, t. 4, Centro de Estudios Martianos, Colección digital, La Habana, pp. 167-170.
1 José Martí: “Nuestra América”, en Obras completas, t. 6, Centro de Estudios Martianos, Colección digital, La Habana, p. 15.