Dark Money, el libro de la escritora de The New Yorker, Jane Mayer, es la crónica escalofriante de cómo un pequeño grupo de mil millonarios estadounidenses llevan más de treinta años financiando el activismo de la derecha más radical en Estados Unidos a través de becas, financiamiento de libros, cátedras universitarias, publicaciones.
Cuando las leyes imponían limitaciones a las cantidades de dinero que empresas o particulares podían gastar en campañas políticas, los hermanos Koch burlaban esas reglas encubriendo como filantropía lo que era tráfico de influencias y compra directa de candidatos, casi todos ellos republicanos. En 2010, el Tribunal Supremo suprimió esas limitaciones legales, argumentando, no sin gran cinismo, que una empresa tiene el mismo derecho a la libertad de expresión que un ciudadano individual, y que por tanto poner límites al dinero que quieran gastar apoyando a un candidato es como quitarle ese derecho.
Las cantidades de ese dinero oscuro que detalla Jane Mayer son inconcebibles. Los hermanos Koch reúnen la tercera fortuna más grande de Estados Unidos, después de Warren Buffett y Bill Gates. Su compañía, Koch Industries, posee pozos de petróleo, refinerías, oleoductos, empresas madereras, minas de carbón, papeleras. En los años setenta, alarmados por la presión fiscal sobre los ricos y por las trabas que empezaban a poner a su dominio despótico las primeras leyes de protección del medio ambiente y los avances hacia un mínimo de equidad social —los derechos civiles, las políticas contra la pobreza, las garantías sindicales para los trabajadores—, los hermanos Koch emprendieron una batalla primero ideológica y luego directamente política.
Era una época en la que había ciertos consensos básicos entre republicanos y demócratas en torno a algunos logros heredados del new deal de Roosevelt y de la gran sociedad de Johnson. Se asocia a la derecha con el conservadurismo y la conformidad ideológica, pero los Koch aplicaron la fuerza inmensa de su dinero a un proyecto literalmente revolucionario: desguazar el Estado para que no hubiera ninguna interferencia pública en el funcionamiento del capitalismo; reducir o eliminar los impuestos a los ricos; suprimir la asistencia médica gratuita a los viejos, los niños y los pobres; desmantelar la Seguridad Social. Y, desde luego, desactivar cuanto antes las nuevas leyes aprobadas en los primeros setenta —algunas durante la presidencia de Richard Nixon— para remediar la contaminación del aire, de la tierra y de las aguas que habían llevado a cabo impunemente durante más de un siglo las empresas mineras y petroleras.
Los Koch crearon una especie de club de multimillonarios dedicado a una tarea doble de adoctrinamiento y descrédito. Empezaron a financiar cátedras universitarias en las que se propagaban las ideas ultraliberales más extremas. Pagaban becas a pichones de ultraderechistas para que llegaran a las cátedras de las principales universidades. Fundaron publicaciones y patrocinaron a autores de libros que desacreditaban todo lo que tuviera que ver con la acción del Gobierno, y que calificaban cualquier norma protectora de los trabajadores o de los débiles como una intromisión totalitaria en el albedrío de las personas, en el funcionamiento libre de la sociedad y del mercado.
Cuando la alarma sobre el calentamiento global empezó a difundirse, contrataron a las mismas agencias de relaciones públicas que en los años sesenta habían trabajado a sueldo de las compañías tabaqueras para esconder el peligro mortal del tabaco. Para conseguir el máximo beneficio, prescindían en sus minas y en sus refinerías de cualquier medida sanitaria para proteger la salud de los trabajadores o de la gente que vivía en las inmediaciones.
La enumeración documentada de horrores, extorsiones y abusos que hace Jane Mayer lo deja a uno sin aliento. Pero más aún asombra el éxito de la manipulación ideológica promovida por los hermanos Koch y sus células subversivas de multimillonarios: no solo multiplican su riqueza y garantizan su impunidad, sino que además convencen a una parte considerable de las víctimas del expolio de que sus enemigos no son ellos: el enemigo es la gente liberal y elitista que quiere subir impuestos, extender la sanidad accesible, imponer leyes medioambientales, todo lo cual traerá pobreza y eliminará puestos de trabajo.
A las cinco de la madrugada, lo primero que leí al abrir Dark Money fue una cita de Warren Buffett, ese abuelete chispeante que tiene más dinero que varios países medianos juntos, pero que, según propia confesión, paga menos impuestos que su secretaria. Un periodista le pregunta si cree en la lucha de clases, y Buffett responde: “Por supuesto que sí. La hemos ganado nosotros”.
Dark Money. The Hidden History of the Billionaires Behind the Rise of the Radical Right. Jane Mayer. Doubleday. 449 páginas.
(Con información de El País)