¿Cómo pueden construirse las mejores crónicas? ¿Quién lo sabe? Una vez me enfrenté a esta interrogante y todavía tengo más preguntas que respuestas.
Para aprehender el exterior, es preciso aprender dentro. Sin esa condición, todo resulta inasible, inalcanzable, imposible. Uno es su propio diamante y ha de tallar en él: sigo apegado al poeta guantanamero Regino E. Boti. Un cronista es ojo avizor y carne viva. Su fruto es una llama resguardada de todos los demonios.
Son tiempos híbridos, no creo en purismos. Nunca he tomado parte en las bizantinas discusiones de si, acaso, la crónica es periodismo o es literatura. Se ha perdido demasiado tiempo en eso. Otros que levanten los muros o los puentes. Yo escribo.
No hablamos aquí de las sagas medievales o los cronistas de Indias. No de la relación de hechos cronológicos; sino de la focalización selectiva. Se trata de un disparo, al modo de Martí, el 11 de abril de 1895 en su diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos: “Salto. Dicha grande”. En tres palabras, solo tres, abarcó el momento en que sus ansias de patriota tocan suelo cubano en los peñascos de una playita.
Porque eso es una crónica: la síntesis perfecta. Una gota destilada por mil filtros. Un do de pecho. El latido más que el corazón, la pincelada más que el cuadro, la ola más que el mar. Es más.
Dulce María Loynaz escribió en su libro Un verano en Tenerife unas líneas que se refieren al “modus operandi” del director de un diario de Canarias. Esas palabras deberían eternizarse en bronce en todas las escuelas de periodismo: “Tiene esa mente alerta, ágil, inconfundible del periodista. Sea cual fuere el tema, extrae de él, con precisión de abeja, lo que sirve, y del resto prescinde, va a otra flor”.
Un cronista es un libador de esencias.
Soy un cinéfilo empedernido, lo confieso. Hace poco volví a Cecilia (1980), la cinta del esteta del cine cubano, Humberto Solás. La madre de Leonardo que interpreta Raquel Revuelta avanza por el largo pasillo, imponente, hierática. El sonido de sus tacones solo dice una cosa: estoy aquí. Toma asiento. Escoge las palabras para dirigirse al Capitán General de la Isla, las susurra.
El rostro de la señora se demuda, se contrae. Las manos sarmentosas acarician el pañuelo en un estudiado instante de duda. La madre sube el tono, se levanta. Remarca su abolengo, sus posesiones. Y al final, se esfuma por el largo pasillo, como una aparición. Así deberían ser las crónicas: entrada imponente, selección, ordenamiento, intencionalidad, música, planos, cierre, luz.
La crónica es atmósfera por antonomasia
Como escribiera Martín Vivaldi, crónica es “lo que pasa por dentro del acontecimiento… la noticia exprimida, quintaesenciada”. El profesor Luis Sexto ha dicho que “la crónica no es la cosa en sí, sino el eco de la cosa en mí”, y no por gusto, Rolando Pérez Betancourt, la tildó de género jíbaro.
La verdad no basta, las razones no alcanzan. Muchas crónicas llenas de razones, no despegan. Es menester volver al pensamiento martiano, sin importar que la frase la escribiese en 1890: “Dígase la verdad que se siente con el mayor arte con que se pueda decirla”.
La crónica no es mero adorno, es penetración. Más que embellecimiento, es estremecimiento.
En 1996, Gabriel García Márquez visitó Santiago de Cuba. Estudié sus propuestas sobre el idioma, releí Memorias de mis putas tristes, volví sobre Cien años de soledad. Preparé mis preguntas, toda una página si era menester. El Nobel de Aracataca se asomó a una sala del teatro Heredia.
Libros, agendas, servilletas, la carne misma, reclamaron autógrafos. Salían admiradores de todos los rincones. Respondió unas pocas interrogantes y cuando todo parecía listo para el abordaje definitivo… un señor se abrió paso.
El Gabo recibió un pequeño empujón, un cariñoso empujón. Subió a un auto. No sé si hubo una señal, si fue exceso de celos, si se temió por alguna caída; pero no se lo perdono. No. Quedé tirado, prendido al suelo, a ras. García Márquez había dicho que el secreto del periodismo estaba en fabular, y así emergió la crónica “El secuestro de García Márquez”, como una taza de su propio chocolate.
Sandy, ese nombre de huracán, debería estar proscrito. Y el de Matthew. Todos los huracanes deberían estarlo. A veces he querido que una palabra sea un pedazo de zinc, que un abrazo se torne cobija… Después de dos semanas fuera de la civilización, llegó la caravana de eléctricos a mi barrio. Ya no era el periodista, era el vecino; pero la vida me entró por los ojos. Jamás he visto una bandera ondear como aquella.
Cronistas
Como hierro candente, algunas crónicas te quedan en la piel. La que Bobby Salamanca dedicó a Braudilio Vinent. “Cuando un grande se retira, hay que inclinar la cabeza”. ¿Quién la borra? O las que el maestro Rolando González dedicara a los viejos oficios, a los lugares viejos en el programa televisivo Guión 5…
Las de mi colega avileño, José Aurelio Paz, trazadas desde el humor o desde la angustia. Las del pinareño decimista, Jesús Arencibia Lorenzo. Las de la guantanamera Lilibeth Alfonso, labradas en la madrugada. Las letras de oro del camagüeyano Enrique Milanés. La imago infinita de Ismary Barcia…
Las inconfundibles crónicas deportivas de Michel Contreras. Las de Pepe Alejandro Rodríguez, esculpidas en el basalto de la sinceridad. Las que abren las mañanas de Radio Rebelde, tejidas por el caballero de la calle, Carlos Rafael Jiménez. ¿Y aquella de Julio Acanda, la de la pajarita de papel, evocando al Japón flameado por las bombas?
Que no se nos quede “Canto por el último lugar” de Víctor Joaquín Ortega. La célebre corredora polaca Irene Szewinska, sigue allí, todavía, en el Moscú olímpico, en el Moscú del osito Misha. Está “desfallecida, pálida, mordido el labio inferior. Los ojos en otro sitio”. Nada hay tan pequeño que no pueda engendrar una crónica grande.
Seres de carne y sueño, seres que parecen fabulados hay muchos, esperando una mano que les calibre, que les tome. Viven allí, lo mismo en los lugares más mediáticos que en los rincones más invisibles del mundo.
La crónica es una inmersión. Y un lanzarse. No hay oxígeno sin memoria, ni memoria sin cronistas. Una crónica no conoce la derrota.