Uno se pregunta qué es ser periodista en un mundo donde hay que preguntarse a cada rato si lo que veo, oigo o leo es verdad o simple ficción teatral. Y por lo cual uno puede deducir que el “periodismo mediático” –que no es lo mismo que periodismo a secas- deriva hacia una mutación que oscila entre la escenografía y la tramoya en el tablado de guiñol del poder político y económico.
El asunto es ya un plato común en el menú temático de la actualidad. Qué significa, pues, ser periodista en este mundo. No renuncio a repetir que el periodista, en los principales sitios habitados del planeta, y en los medios más influyentes es un auxiliar –directo o de soslayo- de los intereses geopolíticos de los Estados Unidos y sus aliados. Y no es raza nueva. Una de sus células matrices surgió y prosperó en la guerra hispano cubana americana, en 1898, cuando el astuto William Randolph Hearst -propietario de la cadena “mediática” del mismo nombre- le dijo más o menos así al presidente en Washington: Prepare la guerra que yo pongo las justificaciones. Que consistían en publicar, presuntamente despachadas desde La Habana, historias fraudulentas o manipuladas de modo que ante la opinión pública norteamericana se amontonaran razones para avalar la guerra del naciente imperialismo norteamericano contra el senescente colonialismo español. ¿Alguna diferencia con las justificaciones para conflictos recientes?
Ya desde los preliminares del siglo XX, el periodista a lo Emilio Zola o a lo John Reed se viene transformando en una figura con olor a naftalina o a formol. Raramente algunos, que suelen ser de izquierda, son capaces de echarse a las espaldas una causa y defenderla con ingenio, coraje, verdad, como en el caso Dreyfus, o se arriesgan a ser testigo abnegados, verídicos, objetivos, de un “México insurgente” o de “diez días que estremecieron al mundo”, o apuestan a la denuncia de “los hombres del presidente”. Por tanto, ser hoy periodista de vocación, servidor de la verdad -sobre todo de la verdad de los de abajo, los escarnecidos y oprimidos- es un modo fuera de moda dentro de la llamada democracia occidental o burguesa, cuyos medios se han centralizado o concentrado tanto que sus fines de servicio público se frustran bajo la avalancha de intereses privados o corporativos. Raspen la piel de una red de periódicos o de televisoras, o en la propia web y verán los vasos sanguíneos de un monopolio –aunque ya la actualidad no admita este término- vinculado a troncos empresariales de múltiples objetos y razones sociales.
Casi no existen opciones. Ahora predominan los “periodistas mediáticos”. Han empezado a ser una categoría infamante. Su autoestima se disuelve ante las cámaras y las palabras, porque “median” entre la verdad y la mentira, entre el terror y los aterrados, entre la guerra y los que la fomentan y se benefician con la destrucción y la muerte. Antonio Maira, periodista español, inventó el verbo “cipayear”, que les encaja sin mayores regodeos. No escriben ni reportan, “cipayean”, en nombre de un crédito concentrado a base polvos de estrellas extintas.
Lo antedicho se empalma con una fecha reciente, 14 de marzo, día de la prensa cubana. Y resultaría inconsecuente evadir aquella noche del 11 de abril, 122 años atrás, en Playita de Cajobabo, solitaria y arriscada. Servía como caja de resonancia cuando el mar se echaba un tanto airado contra las rocas. El golpe de las aguas acentuaba la sensación de soledad, como de espacio sagrado, donde Martí y sus compañeros de desembarco sentían crecer el pecho por la dicha íntima que reclamaba espacio hacia fuera. Puede uno verlos en aquella noche tormentosa, mientras recogían armas y jolongos antes de adentrarse en el monte inmediato. El periodista, que ahora imagina la escena bajo un sol airado y el forcejo del mar, piensa que ese ha sido uno de los hechos fundamentales de la patria que ningún reportero pudo cubrir.
Si hubieras estado allí, qué habrías preguntado o qué habrías escrito. Posiblemente, mientras caminabas junto a los seis expedicionarios, a la primera pregunta, José Martí, con la delicadeza como de miel que humedecía su voz, te habría respondido que él también era periodista, y ahora redactaba su más vívida crónica. Ves la pluma y el cuaderno de notas en su bolsillo. Sobre las espaldas, la mochila abultada, y de su hombro izquierdo cuelga un fusil, casi del tamaño físico del Apóstol. Máximo Gómez se arrima y te advierte que las palabras ahora no hacen falta. Ni siquiera el Delegado las necesita, él, tan señor del verbo. Martí hoy supera su grandeza: Nunca antes -dirá Gómez el 19 de mayo de 1902, en el periódico El Mundo– lo vi tan grande como cuando subía cuestas bajo un peso que le doblaba el cuerpo frágil, pero le empinaba el alma.
Y el periodista honrado de hoy, que se ha asomado de día a aquella noche única, decisiva para la historia de Cuba, se percata entonces que ha recibido la mayor lección de periodismo de todos sus años aprendiendo a sintetizar, a sugerir, a informar, a convencer. Imaginas que ese nombre lo has sentido desde la infancia como una presencia sólida, palpable, amiga, y le oyes, como si las palabras gatearan sobre la manigua: Habrá momentos, cuando el enemigo de la patria amenace, que el periodista contenga su alfabeto, su técnica, su impulso de multiplicarse en papel y tinta, para hacerse uno con el pueblo y su causa.
En Martí, el apóstol, Jorge Mañach reconoce que “Martí escribe de todo con un color y riqueza de datos cual si lo hiciera desde un mentidero madrileño”. Ese escribir de todo lo aproxima a la concepción renacentista de un genio como Leonardo: pensar y hacer de todo. Y no me parece un símil estrujado. Porque ensanchar el conocimiento, macerarlo de modo que se asimile a la ductilidad, resulta todavía un rasgo de los periodistas más aptos e influyentes. La especialización, tan recomendada, debe de ajustarse a la aparente paradoja de que la visión parcial ha de tributar a la totalidad. El propio Maestro lo escribió en uno de sus apuntes: “Muchos hombres saben de Homero, y no de ardillas”. Sólo con uno de los dos extremos, los ojos de la cultura serán impedidos de dar la vuelta completa.
Quieres preguntar, deseas proseguir concibiendo lo imposible. Y desde la niebla entre la cual se difumina, Martí, levantando el índice hasta la sien derecha, te hace recordar cuánto escribió sobre el periodismo. Y como no puedes retenerlo en la manigua, en ruta hacia su verde martirio, lo ves en el aula de sus libros. Y no te explicas por qué a veces en su obra, publicada sobre todo en medios de prensa, no aprendemos a respetar el legado del Fundador.
Oiga, Maestro, repítale las fórmulas para que no lo tachen de pusilánime, ni de gris, ni de machacón. Digo –dice el Maestro- que “nunca se acepta lo que viene en forma de imposición injuriosa; se acepta lo que viene en forma de razonado consejo”. Pero, a fin de cuentas, qué nos toca hoy, cuando usted ya no está. “Toca a la prensa encaminar, explicar, enseñar, guiar, dirigir; tócale examinar los conflictos, no irritarlos con un juicio apasionado”. Sí; será necesario que la prensa salga “cada mañana por la ciudad como un viento duende, levantando caretas”, porque “no puede ser, en estos tiempos de creación, mero vehículo de noticias, ni mera sierva de intereses…”.
Ha dicho Martí. Y se va a llenar de vida una cuartilla para Patria. Porque nunca creyó tanto en el periódico, el Apóstol que lo usó para convocar a la guerra, para fustigar a los enemigos de la independencia y la justicia, para exaltar la ética. Y de Playita de Cajobabo, te marchas como oyéndole envuelto en fervor aquella última definición: “…El periódico es la vida”.
Más no parece simple acabar de entenderlo. Ni programar en el orden del día la urgencia de que la prensa salga “cada mañana por la ciudad como un viento duende, levantando caretas”… Cuesta, sí, entenderlo y seguir el imperativo martiano, concebido incluso para los tiempos ardientes de hoy. Sin embargo, lo entendió uno de sus hijos más preclaros. Lo comprendió Fidel. ¿Cuándo Fidel no comprendió el papel del periodismo? ¿Cuando se negó a compartir con nosotros? ¿Cuándo no intentó facilitarnos nuestra labor?
Desde la modestia que él nos ejemplificó con su delicadeza, su generosidad, su interés por todos y todo, desde esa modestia recuerdas las dos veces que viajaste con Fidel al exterior. ¿Y quieres decir acaso que era difícil cubrir las actividades de Fidel en el extranjero? Si, era difícil, al menos te resultó difícil por la brevedad del viaje, o por el intenso programa oficial a que él debía someterse. Junto a los demás colegas te ajustabas a la norma: eres periodistas, y sabes que nuestra tarea era informar de su presencia en ciudad tan hostil como Nueva York, o el Santiago de Chile, que entonces se recomponía de los pisotones de las botas militares.. Y buscabas y rebuscabas. Preguntabas a su ayudante, o al viceministro del Exterior… Siempre había fuentes junto a él que valoraban el empeño del periodista.
Al menos tú, que debías publicar en Bohemia después del regreso, estabas obligado a no repetir lo dicho por Granma, la radio o la TV. En fin, te las arreglabas para encontrar el detalle que otros no habían visto, o el enfoque opacado por luces más fuertes en apariencias… Y tus textos, para 10 ó 15 páginas se publicaban días más tarde, sin que Fidel o alguien de su cercanía los revisara. Nunca Fidel pidió hacerlo. Respetó siempre a los periodistas Y confió en nosotros. Era, en verdad, nuestro colega.
Lo ves a la claridad del 14 de Marzo. Ese día Patria y Revolución, Martí y Fidel se juntan en un abrazo para advertir: Ah, hermanos, el romanticismo no se quedó como lápida en el sepulcro de una época encartonada en infolios. Para nosotros, el periodismo es un deber fuera del tiempo y dentro de todos los tiempos.
Ahora, aquel poeta de sedosos suspiros, ahora soldado, lleva a sus espaldas la mochila pesada, y en su hombro izquierdo el fusil, que casi lo iguala en estatura. Mientras, a su lado, Fidel espera el momento cuando la Historia le entregue la vanguardia de la nueva y la misma revolución martiana, para empezar a transformar nuestras ideas y vivificar nuestros sueños.