Nunca es suficiente. Uno no debe cansarse de agradecer. Los profesores son nuestros profetas. Un rostro asoma, una palabra me persigue, algún abrazo queda cuando voy a las alturas de Quintero, en Santiago de Cuba.
¡Setenta! ¡Ya son setenta! Siete décadas de aporte de la Universidad de Oriente a la cultura cubana, bajo su frase insigne de Ciencia y conciencia.
Permítaseme el egoísmo, la evocación de mis años, la mirada hacia aquellos que me tomaron en serio cuando dije que quería ser periodista, a finales de los ochenta . No sabía lo que decía (lo que decíamos), pero ellos tenían la mirada larga…
Los dedos encorvados de Rafael Lechuga. No se me van. Le adivino asaltando las enormes máquinas de escribir. Dibujaba las frases. La recia escuela de intuición y olfato le daba un toque distintivo a su academia. Se relamía al pronunciar la palabra back ground. Quien no lo tiene, jamás podrá ser periodista, insistía. Me punza el recuerdo ahora que llevo camino andando, ahora que no está.
¿Y el incombustible Vicente? El profe Vicente Guasch. El mago. El paciente. El guía. Él nos ayudaba a organizar los datos aislados hasta lograr la coherencia, el milagro, la maravilla de hacer emerger la información.
A Rafael Fonseca había que seguirle atento. Sus ideas se desbordaban. Su talento te retaba, te elevaba. Su clase era un develamiento, sin importar si se trataba de la investigación, del método, de la sicología o del cine.
A veces pienso que me está mirando, que va aparecer sobre mi hombro, que acaso me va a indicar algún elemento sobre el reportaje, alguna voz que olvidé, algún clímax perdido. Hablo de Joel Mourlot Mercaderes. Fue un premio ser, a la vuelta de los años, su compañero en el periódico Sierra Maestra.
Rolando Castillo era un maestro. Con un libro suyo se inauguró en 1971 la Editorial Oriente. Siempre me pareció una hazaña su página completa en el diario. Lo era. Allí estuve en el Palacio, en el Congreso, a su lado, cuando recibió en 1999 el Premio Nacional de Periodismo José Martí. Sería su pecho, pero era mi orgullo. Guardo sus palabras donde nadie puede borrarlas.
Isel Fernández era menuda, pero se la desquitaba con su independencia. Me enseñó a ver la otra televisión, la que está detrás de la pantalla. Me enseñó más.
Lo de Yamile Haber Guerra es harina de otro costal. Cuando me expulsó del aula, no lo podía creer. Fue una orden tajante, sin réplica posible. La andanada de conceptos sobre periodismo que soltaba, se me había vuelto un amasijo. Caía sobre mi cabeza, me ahogaba como un paracaídas abierto a destiempo. Me defendí con un comentario soez… y me gané la expulsión .
Hubo una segunda vez, un bis, un remake. Fuera del aula, ahora por callar. No opinaba, no decía, no respiraba. Así no te quiero, me espetó. Los silencios son tremendos.
Antes de la próxima clase, hicimos las paces. Tenía algo que me revolvía en el asiento, que me conectaba . Ella me abrió la puerta, me dio el pase a un mundo ignoto. Me subió la varilla, me tasó las palabras. Comencé a entender el periodismo que me transmitía como un latido, como una pasión, como una luz. Todavía estoy allí .