Aún antes de su muerte física, el vacío dejado por Fidel resulta el mayor de los desafíos que afrontamos los revolucionarios cubanos porque su impronta, su pensamiento y accionar, signó nuestras vidas desde que asumió la
dirección de los destinos de un proceso social en constante evolución.
El encarnaba la proyección de líder que todo conjunto humano requiere para confiar no solo su presente. Su proyección de futuro, con la lucidez del momento y los sueños vistos con ojos sabios, animó a las mayorías a emprender caminos inéditos, afrontar desafíos de todo tipo, resistir avatares cotidianos y rechazar poderosas amenazas sistemáticas.
Con su fallecimiento se están poniendo en evidencia pública e irrefutable las más diversas facetas de su quehacer, en las que tuvo protagonismo fundador, tantas, que pasará mucho tiempo para que se logren abordar todas.
Fue fundador de una nación diferente, partiendo de una base de historia, cultura e idiosincrasia de la que se nutrió de forma creadora. Aprendía constantemente -en los campos más diversos- y extrajo lecciones victoriosas de los reveses. Esa envidiable capacidad no mermó la de soñar en grande.
En eso, como en otros aspectos, fue idealista paradigmático que nos hizo a muchos pensar que se podía conquistar el cielo de la justicia social, y formar al individuo en esos principios, de un solo salto, en unas pocas generaciones. Tuvo inspiradores como el Ché, cuyo ejemplo de inteligencia, altruismo y ética le llevó a convocarnos a ser como ese hombre del futuro.
Mi generación, formada a partir de aquel gigantesco triunfo popular de 1959, fue de las que no escatimó tiempo y esfuerzos, puso a prueba voluntad y ánimo, optó por el “nosotros” y el “compañero” repudiando al “yo” y el “señor” y fue conquistada por las ganas de hacer cosas nuevas y mejores pensando en esos términos. Y todo, en buena medida, porque el líder supo indicarnos –con razones contundentes y ejemplar conducta- el camino a
seguir.
Ante su ausencia tenemos que repasar, asimilar y asumir -teniendo en cuenta circunstancias y épocas diferentes-, sus mensajes trascendentes, los que apuntaban más allá del horizonte, y que estuvo generándolos hasta el
último momento.
Ese es su legado definitivo, más perdurable aún que las obras en las que dejó su huella. Ese debe ser un compromiso ineludible de todos los periodistas revolucionarios cubanos, que nos sentimos –y seguiremos sintiéndonos- sus permanentes discípulos y compañeros de sueños.