Se acordonó las botas un tanto gastadas por décadas de marchas por calles y avenidas, caminos enlodados, inundaciones, montañas, trincheras, sembradíos… Después, se ajustó el fajín de la chaqueta, que lucía en cada charretera la estrellita de Comandante guerrillero sobre un rombo rojo y negro. Atestó luego la mochila con sus libros preferidos, algunos sobre cosmología, productividad de los pastos y otros de obras de literatura histórica. Miró las manecillas del reloj. La salva de las 07:00 horas estaba al retumbar. Había que partir. Respondió el saludo militar de sus compañeros de armas, estrechó las manos de otros, abrazó a su familia, puso un brazo sobre los hombros de Raúl y le susurró algo. Ya casi salía cuando detuvo sus zancadas. Le faltaba algo, de pronto corrió de vueltas y regresó con su fusil de mira telescópica. Salió entonces feliz al sol de la mañana hecho átomos de polvo, a entregarse de nuevo a un río de muchedumbres no defraudadas, que abría sus aguas hacia el poniente, hacia los picos de la Sierra, hacia Martí, y que gritaba a su paso: “Somos usted”.
“Todos somos solo una partícula agradecida de tus cenizas volcánicas”, agregaba yo con llanto adentro, mientras pasaba el armón por la Plaza.