El sitio Cubaperiodistas.cu reproduce un trabajo que publicó el periódico Vanguardia, hace cinco años, y este medio lo retoma de nuevo cómo homenaje a los miles de cubanos que hicieron suya la misión de alfabetizar a quienes no sabían leer ni escribir, en la Cuba de 1961.
Hace 55 años Cuba ganó una de sus más importantes batallas: la que emprendió contra el analfabetismo. En apenas un año, más de un millón de cubanos aprendió a leer y escribir y salió de la ignorancia.
En aquella epopeya, participaron seis villaclareños que luego engrosarían las filas del periodismo: Luis Orlando Pantoja Veitía, Pedro Méndez Suárez, Rolando González Reyes, Benito Cuadrado Silva, Oslaida Monteagudo Yanes y Celia Farfán González.
Cinco trabajaron, o trabajan aún, en el periódico Vanguardia, y el sexto, Luis Orlando Pantoja, lo hizo en la emisora Radial CMHW.
Pedro Méndez y Luis Orlando Pantoja ostentan el Premio Nacional de Periodismo José Martí. Mientras, Oslaida, Celia, Benito y Roland siguen aportando su experiencia en Vanguardia.
Oslaida, con 11 años, alfabetizando en Maisí
Para Oslaida Monteagudo Yanes, correctora en Vanguardia desde hace más de 35 años, la Campaña de Alfabetización fue casi una aventura. La de una niña de 11, que sin tener clara noción de lo que hacía, marchó a alfabetizar al extremo más oriental de Cuba.
«Ni sabía bien lo que era la Alfabetización. En mi imaginación me veía con un rifle formando parte de un ejército. Le pedí permiso a mi mamá y me lo dio, aunque ella misma tampoco entendía mucho de eso. Firmó la planilla y me fui a dar clases.
«Estuvimos varios días preparándonos en Varadero, y salimos en tren hacia Santiago de Cuba. De ahí, en camiones hacia Baracoa. Era la más pequeña del grupo; en edad y en tamaño.
«Fui ubicada en un lugar llamado Guandao, un lomerío intrincado cerca de la Punta de Maisí. En el bohío vivían siete personas y el dueño, un hombre cincuentón, estaba casado con dos mujeres y tenía hijos con cada una de ellas. Luego pasé a la casa del campesino Anastacio Acosta. Todos sus hijos eran mayores que yo.
«Por la noche, bajo la luz del farol, les di clases a cinco alumnos. La señora de la casa no aprendía ni una letra y fue mucho el trabajo que me dio para que, al menos, lograra aprender a escribir su nombre.
«Cuando me preguntaban en dónde yo vivía, y les decía que en Las Villas, ellos ni idea tenían de donde quedaba. Imagínense, la mayoría nunca habían bajado ni a Baracoa.
«El regreso a La Habana fue por ferrocarril. Era un tren larguísimo, de muchos vagones de caña y por las noches dormíamos con nuestras hamacas amarradas a las casillas. El viaje duró varios días. Del acto en la Plaza no recuerdo mucho. Fue una concentración enorme y ni siquiera estaba cerquita de la tribuna.
«A la estación de ferrocarril de Vega de Palma, donde vivía, llegué como a las seis de la tarde. Me esperó mi hermano. Alfabetizando en Maisí cumplí los doce años. Fueron nueve meses lejos de mi familia, que nunca pudo ir a verme por lo distante, pero fui muy bien cuidada por ese matrimonio, que me malcriaba como a su hija más chiquita».
Pedro y Benito: de Placetas a Oriente
Pedro Méndez Suárez y Benito Cuadrado Silva son hoy dos experimentados periodistas. El primero, dirigió el colectivo humorístico de Melaíto durante más de cuatro décadas, y este año recibió el Premio Nacional de Periodismo José Martí, por la obra de la vida.
Mientras Benito, se acogió a la jubilación, pero mantiene estrechos vínculos con Vanguardia, donde ejerció por más de treinta años y se convirtió en un avezado reportero.
Pedro Méndez era entonces un imberbe guajirito de 14 años. Tenía una profusa cabellera negra. Nacido y criado en la finca La Ceja, cercana a Báez, era hijo de un isleño resabioso: «Me ubicaron en un lugar llamado Arroyo Seco, por los Pinares de Mayarí, en la Sierra Cristal, cerca del campamento que tuvo Raúl Castro en el II Frente Oriental.
«La casa estaba en Cuatro Veredas, y el dueño se llamaba Vitico Ramírez. Para llegar había que pasar el río Mayarí en botes, por un lugar que le decían El Jabao. Recuerdo que llegué al bohío del campesino como a las 10 de la noche y temblaba de frío. Nunca había visto montañas tan altas, con las nubes por debajo de mí. Allí alfabeticé a cuatro guajiros, ya mayores.
«Eran hospitalarios, pero no tan abiertos como nosotros, pues no estaban acostumbrados a relacionarse con gente extraña. No comían arroz y cocinaban los alimentos, sobre todo el plátano, con poca manteca y sin sal. Incluso, hablaban distinto, como al revés: Si iban a decir “se te cayó esto”, decían: “te se cayó esto”. Sin embargo, me querían mucho y nos llevábamos bien».
Allí fue que hizo su primer trabajo artístico, el primero de miles: «Fue en una laja grande. Conseguí pintura roja y con un pincel que hice con la crin del caballo del guajiro Ángel Beltrán, escribí: “Aquí se encuentran los brigadistas de Placetas, y a continuación, la relación nominal de cada uno de nosotros».
Benito Cuadrado Silva vivía en el propio Placetas. Su papá era un pintor de brocha gorda. Tenía 16 años. Como el resto de los placeteños juró ir a alfabetizar a Oriente; a la Sierra Maestra.
Lo ubicaron en un intrincado paraje serrano de Campechuela hacia arriba, a unas cinco leguas después de un lugar llamado Cienaguilla, a donde se podía llegar solo a pie o en mulos. Se nombraba Taller de la Gloria. Allí vivía el campesino José Núñez Pérez, Pepe, y su esposa Inocencia.
El matrimonio tenía cuatro hijos: dos varones y dos hembras. «Dos eran analfabetos totales y los otros dos, apenas si tenían un segundo grado. También alfabeticé a una jovencita que se llamaba Francisca, que vivía cerca.
Al viejo Pepe no le entraban las letras de ninguna manera. Malamente aprendió a firmar, pero se sentía orgulloso de, al menos, haber dejado de usar la cruz donde aparecía su nombre».
En el rancho donde colgaba la hamaca había infinidad de ratones: «Me pasaba toda la noche tirándole patadas para espantarlos».
Tampoco olvida Benito la cantidad de mangos que tuvo que comer para matar el hambre: «Ellos ni siquiera probaban la carne rusa, porque decían que era carne de gente. De tantos mangos que comí, creo que me puse amarillo por dentro».
Para Pedro Méndez, la alfabetización fue una escuela: «Creo que nosotros aprendimos más de lo que enseñamos. Cuando volví era otra persona. Mi verdadera conciencia revolucionaria comenzó allí. Ir, fue una aventura. Regresar, meses después, marcó mi madurez como persona y como revolucionario».
Mientras, para Benito Cuadrado la Campaña de Alfabetización tuvo mucho simbolismo: «Estar en la Sierra Maestra, en el mismo lugar donde se había luchado contra la tiranía de Batista y enseñar allí a leer y a escribir fue lo mejor que podía esperar de la Revolución. Me marcó mucho. Me marcó para toda la vida. Dos horas después de haber llegado a mi casa, el 25 de diciembre de 1961, llegó mi hermano, quien había alfabetizado en la zona norte de la provincia de Las Villas».
Dos alfabetizadores de Dobarganes: Celia y Roland
Celia Farfán y Rolando González llevan trabajando juntos más de cuarenta y cinco años y se conocen de toda una vida, pues ambos nacieron en el mismo barrio en Santa Clara: en Dobarganes.
Ella es diseñadora de Melaíto, casi desde su fundación hace 48 años, y Roland, redactor y caricaturista de la renombrada publicación humorística, también desde los inicios
A Celia su papá no le dejó ir a alfabetizar fuera de Santa Clara. Pero no quiso dejar de participar y en el barrio de Dobarganes mismo, cerca de su casa, enseñó a leer y escribir a varios humildes trabajadores.
«Yo tenía 15 años y mi papá no permitió que me fuera lejos de la casa. Era alumna del segundo año del preuniversitario Osvaldo Herrera y di mi disposición de enseñar. Alfabeticé a cinco vecinos: tres hombres y dos mujeres. Recuerdo que Pedro Águila, un obrero de unos 40 años, era analfabeto total; mientras que Andrés Osés, era semianalfabeto.
«Mis hermanos varones sí alfabetizaron lejos. Uno de ellos, Gualberto Farfán, con solo 13 años, dio clases en la zona de General Carrillo. Para mí, como para toda mi generación, la Campaña de Alfabetización fue muy linda y una experiencia inolvidable».
Rolando González, Roland, sí marchó lejos de casa. Con 20 años alfabetizó en un poblado llamado El Naranjo, de una zona intrincada del macizo montañoso del Escambray, lleno de alzados.
«Subimos en un camión del Ejército. Allí, en El Naranjo, estuve poco tiempo, pero el suficiente para que viera a un alzado agonizando luego de un enfrentamiento con la milicia. De ahí, nos llevaron para Barajagua, cerca de Cumanayagua. Me ubicaron en la Finca Santa Gertrudis, que pertenecía a una familia de buena posición, los Montes de Oca. Allí, hasta me enamoré de Idalia, la hija del matrimonio, que tenía más o menos mi edad.
«Enseñé a tres campesinos, los que me dieron mucho trabajo, pues solo querían estar tocando guitarra y no estudiar. Tenía que inventar para convencerlos. Vaya, embullarlos. Fue una época muy linda. No pude ir a La Habana, pero acá en Santa Clara, en el barrio, me hicieron un emotivo homenaje. Bajé con barba y lleno de collares de santajuana.
«La alfabetización significó mucho en mi vida. No era más que un “pepillito” del Parque Vidal, que nunca había salido de Santa Clara. Enseñar me permitió ver y conocer otro mundo. Nunca la olvidaré».
Pantoja, la Campaña desde un puesto de dirección
Luis Orlando Pantoja es el más longevo de todos los alfabetizadores periodistas entrevistados. Tiene ahora 83 años y una salud que no siempre acompaña a su espíritu de hombre batallador y dedicado al trabajo. Junto a Pedro Méndez recibió este año la máxima distinción que otorga la Upec: el premio nacional de periodismo José Martí.
A diferencia del resto de los colegas, Luis Orlando Pantoja asumió desde el inicio de la Campaña de Alfabetización funciones de dirección.
«Trabajaba en el INRA cuando el Comandante Luis Borges me informó que debía pasar a la Comisión Provincial de Alfabetización de la antigua provincia de Las Villas, que estaba presidida por Luis González Marturelo. Radicaba en la calle Cuba y San Cristóbal. Allí tenía la responsabilidad de la Propaganda. Hicimos hasta un periódico, al que nombramos El Alfabetizador.
«Fueron tiempos de mucho trabajo. Había alzados por doquier en esta provincia, no solo en el Escambray y eso le costó la vida a varios alfabetizadores: Conrado Benítez, Manuel Ascunce, Delfín Sen Cedré, nombres conocidos por todos los cubanos, pero también a otros de los cuales no se sabe tanto. Me refiero a los dos técnicos de la Campaña de Alfabetización: Abel Roig y Santos Caraballé, asesinados en un lugar cercano a Yaguajay.
«Recuerdo la competencia fraternal para declarar el Primer Municipio Libre de Analfabetismo. Hasta el último minuto, San Juan de los Yeras estuvo optando, pero en buena lid lo ganó Güira de Melena.
«La Campaña de Alfabetización sentó las bases para el posterior desarrollo cultural del país. Resultó una experiencia única, y de tanto valor espiritual, ver aquellos niños y niñas de 13 o 14 años dando clases con tanta responsabilidad y alejados de su familia en lugares intrincados.
«Fue una verdadera escuela forjadora de conciencia y despertó en mí el maestro que llevo dentro y del que nunca me desprenderé. Ponlo en mayúsculas: Si no fuera periodista, fuera MAESTRO.”
(Tomado del periódico Vanguardia)