Parece que fue ayer, mejor dicho, me resisto a creer que físicamente no está entre nosotros y sigo empecinado en sentir, como una larga e infinita pesadilla, lo “vivido” la noche del 25 de noviembre de 2016.
Desde entonces no somos los mismos porque, a contrapelo de quienes piensan que con su muerte la Cuba que fundó el primero de enero de 1959 se vendrá abajo, su legado nos hace más patriotas, más internacionalistas, más latinoamericanistas, caribeños y tercermundistas, en fin, mejores revolucionarios y personas al servicio de esas tantas causas nobles de la humanidad, por las cuales dedicó toda una vida.
Se le llora aún acá y allende los mares, se recuerda días tras día en cada obra o programa social de enorme repercusión en la vida de su pueblo o de otros tantos.
Siguen siendo interminables los homenajes a su figura y las expresiones de condolencia de gente sencilla, de campesinos, estudiantes, niños, jóvenes, mujeres, militares, artistas e intelectuales, obreros, y a nivel mundial de personalidades, mandatarios, parlamentos, instituciones, organismos y organizaciones y movimientos sociales y religiosos.
Fiel a la ética martiana de que “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”, y dado su rechazo a cualquier manifestación de culto a la personalidad, la Asamblea Nacional del Poder Popular aprobará este martes las legislaciones correspondientes a su expresa voluntad de no denominar con su nombre a instituciones, plazas, parques, avenidas, calles u otros sitios públicos, ni erigir en su memoria monumentos, bustos y estatuas.
Pero estoy seguro que se sentiría feliz si cada cubano y cubana hiciera bien suyo ese magistral concepto de Revolución, y sin tanta rimbombancia o algarabía lo llevara a la práctica.
Sería entonces el más hermoso, sincero e infinito homenaje a él, porque cada idea recogida allí no es más que la continuidad del legado que dejó para el presente y el futuro de Cuba, y ¿por qué no?, también para los hombres y mujeres progresistas, los revolucionarios, para quienes aman, defienden y darían la vida por su pueblo, en cualquier lugar del planeta.
A medida que se aproxima el primero de enero y, por consiguiente, un nuevo aniversario del triunfo de la Revolución, resulta imposible no evocarlo con toda la fuerza de nuestros corazones.
Pero el mejor tributo está en el diario cumplimiento del deber, en que nos consagremos hacia el necesario despegue de nuestra economía, en no escudarnos en las carencias materiales y financieras para dejar de hacer bien las cosas, en evitar molestias e irritaciones en la población por la mala calidad de un servicio o producto.
Como afirmara el General de Ejército Raúl Castro en el homenaje póstumo realizado en Santiago de Cuba el tres de diciembre pasado, su permanente enseñanza es que sí se puede, que el hombre es capaz de sobreponerse a las duras condiciones si no desfallece su voluntad de vencer.
Son tantas y bien fuertes las razones por las que, como cualquier compatriota o amigo de Cuba, me resisto a creer que físicamente no está entre nosotros.
No se me borra de la mente que parece que fue ayer cuando lo vi cabalgando en llanos y montañas, en cada llanto y dolor de los millones de cubanos que lo homenajearon a su paso hacia la inmortalidad, en esa Caravana de la Victoria, en las conmovedoras palabras de Evo Morales, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Eduardo Correa, de Raúl y otros muchos estadistas y personalidades mundiales.
En Santa Ifigenia están sus cenizas, y en cada rincón de nuestro archipiélago, toda su obra, todo el amor y el cariño que sembró y, especialmente en su pueblo, la firme convicción de que las ideas no mueren cuando se ha cumplido bien la obra de la vida, y que a los héroes se les recuerda sin llanto.
Por Fidel Rendón Matienzo/ACN