De pronto, salgo de mi concentración de periodista o de escritor que se aplica a escribir o a leer libros ajenos, y me pregunto, más bien siento: ¿Ya no está Fidel? ¡¿Cómo, cómo que ya no está Fidel?! Cierto. Ya no está Fidel. Y uno reconoce que la vida no será igual. Faltará, faltará, digo, la referencia, el espíritu, el vigía, el hombre y el nombre barbados, allí presente, entre su familia pequeña, y rodeado ancha, apretadamente por sus compatriotas, incluso por el más reacio que ante Fidel bajaba la cabeza y deponía sus quejas o sus decepciones sobre el pavimento…
Desde hace sesenta años exactos comencé a oír hablar de Fidel. Pero uno puede oír llover, y nada pasa, tal vez, le guste la lluvia y la observe, la disfrute desde el balcón, colgada de un fondo grisáceo, opaco. Y después, cuando cese, ya sólo recordaremos la lluvia por los charcos dispersos en la calle, hasta el próximo aguacero.
Ah, pero Fidel… ¿Qué haremos sin Fidel? ¿Cómo viviremos sin saber que su nombre podía respondernos en cualquier momento, desde una foto en el periódico o en la TV. O en algún texto con su firma invariable, que uno leerá, para percibirlo todavía soldado a sus compromisos con Cuba, a la servidumbre de su liderazgo apostólico nunca envejecido?.
Ya no está Fidel. ¿Será posible, dicta la retórica? ¿Será posible si desde hace sesenta años uno creía que Fidel más que un hombre era un símil, un símbolo, extraño a la muerte?.
¡Ah, muerte! El 25 de noviembre de 1956, Fidel abordó un barquichuelo, un yate de recreo, dispuesto para una veintena de personas, y que él, como taumaturgo, le habilitó espacio para ochentaidós combatientes.
Desatracó el Granma bajo el temporal. La línea de flotación se sumergía por el peso. Y la nave, navecita, danzaba sobre las olas del golfo de México. Ocho días, tantos días en riesgo de naufragar, el Granma navegó entre tumbos. Y al cabo llegó a las costas del sur oriental, para calafatearse de un carisma histórico.
Desde el asalto al cuartel Moncada, la Historia protegió a Fidel. El único hombre que no lo asesinaría dormido y lo defendería como a prisionero de excepción, el capitán Sarría, lo halló en los bosques que rodean a Santiago…Qué dicha, Sarría, negro, símbolo de la unidad de la nación, qué dicha que hayas sido tú quien hallaras a Fidel fatigado, cansado, acuciado por el revés táctico que él había previsto como triunfo. Lo sabemos, también estabas marcado, capitán Sarría, estabas marcado por los duendes de nuestra Historia para que tú no permitieras el asesinato de Fidel, para tí un hombre articulado de ideas, de empeños solidarios.
De ahí en lo adelante, todo proyecta a Fidel como un predestinado. No, la Historia no puede recluirse en leyendas y sagas líricas. Pero tampoco hemos de juzgarla sólo como una ciencia, un acontecer regido por sustancias económicas. También veamos la Historia de Cuba, como un acto de creación en que la casualidad alcanza por momentos el deslumbramiento del símbolo.
Ya no está Fidel. Y uno mira este día 26 de noviembre, y lo nota demacrado, triste. Uno empieza a notar dentro de sí, y fuera, en la gente y las cosas, el vacío. El vacío. Ayer 25, murió Fidel. Sesenta años exactos después de haber zarpado en el Granma desde Tuxpan. Sí, cálmate corazón. Lee el símbolo. Fidel volvió al futuro. Ocupó su puesto en el yate. Viene erguido en la proa. Cuidando a sus hombres. Avizorando y alertando sobre lo que podrá advenir en estos días con él lejos. Ha muerto. ¿Y acaso no dijo Martí, el padre de Fidel, y nuestro padre, que la muerte no es verdad si se ha cumplido bien la obra de la vida?
Las coincidencias, los símbolos que llenan de avisos la vida de Fidel, nos advierten: estén atentos. Fidel se irá definitivamente si lo olvidamos y echamos al rincón sus ideas de justicia y solidaridad humanas, su culto a la independencia de la república. Fue un hombre Fidel. Sí. Pero como él no habrá otro hombre. Y él seguirá siendo el mismo, si lo respiramos como polvo nutricio y relámpago en medio del temporal que nunca ha dejado quieto al Granma de nuestra patria.