“Se nos fue Fidel, ¿qué vamos a hacer sin él?”, me escribe Graciela Ramírez, la entrañable amiga argentina española que conocí en Madrid en 1992, a la cabeza de un grupo de exiliados latinoamericanos que arroparon a los cubanos en la Cumbre Iberoamericana de aquel año de euforias neoliberales en América Latina, cuando éramos la nave a contracorriente, vilipendiada y escarnecida en medios de todo el mundo.
“Tenemos que hacer lo que él nos dijo: mantener la Revolución”, le respondo, recordando un documental de la televisión canadiense que hemos visto hace poco juntas. “Fidel Castro: el hombre detrás del mito” muestra, por vez primera, imágenes del líder de la Revolución en
el momento en que firma la Proclama del 31 de julio de 2006, haciendo dejación de sus cargos, desde una cama hospitalaria. Sus manos, cruzadas por sueros, ponen el papel ante la cámara. En el rostro se advierten señales inequívocas de convalecencia. Al parecer, nota dolor en las miradas que testimonian el acto y advierte que lo importante es que la Revolución no se pierda.
Roberto Chile, que filmó la escena, la estrenó ante un nutrido grupo de colegas hace pocas semanas y la reacción colectiva de entonces se parece bastante a la de estas horas de horfandad repentina: sobrecogimiento, lágrimas silenciosas, pero también admiración, orgullo, promesa. La Revolución no va a perderse.
Marcelo, un amigo uruguayo, que llegó adolescente a Cuba, junto a su padre tupamaro, llora desconsoladamente en la pequeña sala de su apartamento del Vedado y su esposa, que no sabe cómo aliviar esa congoja en un hombre que recién está saliendo de una batalla victoriosa contra el cáncer, me lo pone al teléfono. Entre sollozos él me dice exactamente lo mismo que Paquita Armas, la periodista que escribió enseguida una nota, pura lágrima, por el “hombre más grande del siglo XX”.
Desde Santa Clara, a donde recién llegaba para dar una conferencia, Mariela Castro me habla “con el pecho encogido” por la pena. Le duele físicamente la pérdida y la angustia doblemente por la conmoción que adviertió en su padre al trasmitir la noticia. Nos damos el pésame mutuamente.
Así ha pasado en toda la madrugada sin sueño, con los compañeros y amigos, el primero Atilio Borón, el politólogo argentino de visita en Cuba que nos llamó para preguntar y terminó siendo el que nos dio la dura noticia. Roberto y yo nos abrazamos, sin lágrimas. No era la primera vez de sentir que el dolor puede enmudecernos y hasta dejarnos sin el alivio del llanto. O quizás fuera la certeza de que una vida larga y excepcionalmente fértil como la de Fidel, sólo cabe celebrarla, cantando a la suerte de haber sido sus compatriotas y sus contemporáneos. Aunque hay que decir que ataca también una suerte de rabia silenciosa, esa de “no poder nada contra la muerte” como el Hombre del Poema de Vallejo.
Eso es, Vallejo, La Masa (*). Están por venir “todos los hombres de la tierra”. Es un decir, porque no caben en tan breve archipiélago todos los quisieran venir, pero estarán, incluso estando lejos, todos los que en el mundo conocieron y admiran la hazaña de aquel ser de sueños infinitos, que logró hacerlos realidad en vida, por milagro de voluntad y fe supremas. Y apenas mañana, cuando su cuerpo sea solo cenizas, ya lo sentiremos, levantándose y renaciendo, como Martí, en sus ideas y en la Masa. Por los siglos de los siglos. Amén.
(*) LA MASA
César Vallejo
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “¡No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos repitiéronle:
“¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando “¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: “¡Quédate hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces, todos lo hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazo al primer hombre; echóse a andar…