Bastante ha llovido desde que Antoine-Louis-Claude Destutt, marqués de Tracy, acuñara durante la Revolución Francesa el término «ideología». Aristócrata, político, soldado y filósofo de la Ilustración, el marqués definió la ideología como una ciencia de las ideas, «base de todas las ciencias».
Al cuestionarse de dónde provenían nuestras ideas y cómo se desarrollaban y elaborar, como respuesta a sus inquietudes, la teoría de que la conducta humana es formada por ciertos elementos ideológicos, de Tracy se convierte— según no pocos especialistas— en un antecesor del concepto de superestructura de la filosofía marxista.
Napoleón le estrechó un día la mano, pero terminó por no soportarlo cuando los iluministas del Instituto de Francia, con Tracy a la cabeza, empezaron a criticarle sus guerras imperiales. «Los ideólogos —dijo un Bonaparte airado— son todos aquellos intelectuales que no avalan mis planes políticos y que carecen de sentido realista y práctico».
Y Tracy fue conducido a la Bastilla durante casi un año, tiempo tras el cual, exiliado en Bruselas, escribió en cuatro tomos su trascendental Eléments D’Idéologie (1801-1815).
Muchas páginas han sido entintadas tratando de definir un concepto exacto de ideología, mancillada ella misma por manipulaciones espurias provenientes del poder, como en sus días lo hizo el nazismo.
Si aquella ideología terminó por ser derrotada a cañonazos y costó mucho sufrimiento y vidas, un papel meritorio correspondió a las fuerzas progresistas del pensamiento, adheridas a principios y valores civilizadores, lo que condujo a gran parte de los intelectuales a comprometerse —en sintonía con el marxismo— con la lucha antifascista.
Las ideologías existen en todas las sociedades, se hacen evidentes (y algunas exportables) tanto en las ideas como en las prácticas personales y es necesario conocerlas y explicárselas, más allá de la creencia de que constituyen un asunto exclusivo de los estudios filosóficos.
Al referirse al poder de la ideología, el brasileño Paulo Freire (1921-1997), uno de los más significativos pedagogos del siglo XX, remarcó la «miopía» de los que «no quieren ver cómo son manipulados para aceptar dócilmente que lo que vemos y oímos es lo que en verdad es, y no la verdad distorsionada. La capacidad que tiene la ideología de ocultar la realidad, de hacernos “miopes”, de ensordecernos, hace, por ejemplo, que muchos de nosotros aceptemos con docilidad el discurso cínicamente fatalista neoliberal que proclama que el desempleo en el mundo es una fatalidad. O que los sueños murieron y que lo válido hoy es el “pragmatismo” pedagógico».
A la par del neoliberalismo, la ideología que lo defiende se globaliza y se hermana en un discurso beligerante, o de trivial disfraz (que es el que nos interesa), presente en los más diversos temas sociales, políticos y culturales aparecidos en los medios. No existen rangos a la hora de hablar del hambre mundial, de los daños colaterales causados por la aviación estadounidense en tierras lejanas, o de la última conquista amatoria de una estrella de la farándula. Es más, receptores hay que, dispuestos a quitarse de encima abrumadoras informaciones referidas al aplastamiento de la condición humana en diversos lugares del mundo, apartan la mirada y buscan alivio en un titular menos gravoso a su sensibilidad.
«No quiero ser apocalíptico —escribió José Saramago— pero el espectáculo ha tomado el lugar de la cultura. El mundo está convertido en un enorme escenario, en un enorme show».
La banalización es la gran estrella de ese show diario presente en los medios y en gran parte de los productos procedentes de la gran industria del entretenimiento, interesada ella tanto en amasar dinero como en domesticar el pensamiento crítico ante lo que ofrece. (Luego de presenciar el segundo debate entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos y sopesar parte de lo que allí se dijo y se hizo, busqué en una larga lista de filmes «presidenciales» realizados por Hollywood escenas que superaran en fantasía a la realidad de los exhibidos por televisión, y tuve la certeza de que, en todos los casos, la ficción se había quedado por debajo de lo insólito real acontecido ante las cámaras).
Lo superfluo se extiende como una plaga y la bacteria ideológica que lo acompaña cumple perfectamente su cometido de que la gente piense cada vez menos y acepte como natural la representación «ligera» de hechos trascendentes, o relacionados a la vida pública o privada de aquellos a los que la fama ha convertido en personajes
Y de esa trivialidad, superfluidad, banalidad, surge una mercancía de moda acuñada por la insistencia y el machaqueo publicitario de una seudo cultura que hace del consumo frívolo la máxima felicidad individual a partir de la persuasión de que «tengo que tener, para valer».
¿Qué hacer entonces para apartar lo genuino de lo falaz en esa revoltura de mareas que a diario se nos viene encima?
Aunque no vivió en estos días, se me ocurre pensar que al marqués de Tracy no le hubieran faltado proposiciones, entre ellas, pensar, analizar y actuar ante las impunidades invasivas de una ideología que —interesada en seducir a incautos— se disfraza de todas las maneras.