En mi anterior columna de opinión en este mismo espacio califiqué la cadena de obstáculos con que tropezó Juventud Rebelde para realizar un reportaje en la popular heladería Coppelia como una manifestación palmaria de disfuncionalidad en la comunicación entre entidades de servicio público y los medios informativos de propiedad social, hasta el punto de un cierto ribete ridículo.
Reafirmo idéntica percepción, pero esta vez debo acoger como alentadora señal de intención rectificadora la respuesta de la directora general de la Unión de Empresas de Comercio y Gastronomía en la capital, Olga Martínez Pérez, a la interrogante formulada antes por el mencionado diario, y en especial la disposición expresa de que “al periodismo hay que abrirle las puertas”.
Bienvenida sea semejante actitud, una “rara avis” desde la responsabilidad directiva que ocupa, en protección del derecho y el deber de los periodistas a informar sobre lo que interesa a la ciudadanía aunque como suele decirse “una golondrina no hace primavera”.
Lo que ella ha expuesto, incluidas las medidas impuestas a distintos cargos involucrados en el episodio de referencia, un subdirector y director empresarial, dos especialistas y hasta un Consejo de Dirección, pone de nuevo de manifiesto, la profundidad y extensión de una empotrada cultura de ocultación y silenciamiento en el funcionarismo y los aparatos administrativos y burocráticos de servicios públicos.
Diversos sofismas se han enquistado a lo largo del tiempo en lo que debería ser el fluido comunicativo entre las fuentes institucionales, la prensa y la población receptora de información de valor social, y ninguno tal vez con tanta presencia como el del recurrente y abusivo precepto de “no dañar a la Revolución”.
Unos y otros actores conocen o deberían conocer en su justa medida cuales son los ponderables límites autorreguladores, entre otros todo cuanto afecte a la seguridad nacional, la supervivencia de un país como el nuestro bloqueado y asediado, los valores supremos de la Nación y lo más sentido y legítimo del enraizado imaginario popular.
Su contraparte prevaleciente es la tendencia a la narrativa triunfalista de dudosa unanimidad, desprovista de matices y claroscuros, irrespetuosa de la diversidad de opiniones, el balance de los logros y desaciertos, que siempre se escenifican en auténticos procesos revolucionarios, y que han de plasmarse en los reportajes investigativos con apego a la veracidad como principio ético rector.
Cuando el periodista se tropieza con el funcionario escurridizo y reticente que intenta controlar la indagación necesaria, solo cabe echar mano al refrán popular de que “quien no la debe no la teme”, o cuanto menos provoca suspicacia y enturbia el diálogo en pos de proporcionar un resultado informativo transparente, fructífero y a tiempo como corresponde al mapa mediático tecnológico del presente, en el que las emisiones de noticias se difuman en las redes digitales.
Siempre me he preguntado si los cuadros políticos y administrativos comprenden suficientemente el alcance del papel de la prensa, si en su preparación se toma en cuenta, sobre todo en el protagonismo que le toca en la construcción del socialismo, como fuerza inherente a la estrategia política hacia ese objetivo, que actúe y aporte sin contraproducentes cortapisas, con autonomía ejercitando el indispensable análisis crítico cada vez que sea menester.
Muchos colegas confían en que una futura Ley de Prensa pueda establecer las reglas del juego. Pero a mi juicio, con ello solo no basta, porque es también y simultáneamente una cuestión de pedagogía.
Al llamado de Olga Martínez en carta a Juventud Rebelde, solo queda otra interrogante: ¿cuántas más puertas se abrirán al periodismo? Abracemos su reto, y aboguemos por ir a por más que este episódico golpe de efecto.