He escogido este tema por lo necesario e importante[1] que es hoy para nosotros. Las investigaciones culturales y el conocimiento que ellas aportan han logrado desarrollos muy notables en la Cuba actual, que pudieran ser influyentes en diferentes terrenos. Ante todo, ponen en relación aspectos entrañables de la vida del pueblo, los grupos sociales y las personas con las actividades científico sociales, lo que sin duda ayuda a estas a sentirse valiosas además de serlo, y a la sociedad a apreciar más a los conocimientos.
Pero, sobre todo, por el provecho que se les puede sacar, y porque fortalecen y le dan más sentido a los contenidos emocionales y de valores que poseen el mundo espiritual y las formas y actuaciones culturales. Por eso es tan natural que presentemos resultados de investigación y los discutamos como parte de un evento cultural que con razón lleva el nombre de Fiesta. Esto mismo hicimos[2] la semana pasada en Santiago de Cuba, en el Seminario “El Caribe que nos une”, durante la Fiesta del Fuego.
Al mismo tiempo, el conjunto formado por nuestras dedicaciones y la vida cultural cubana enfrenta actualmente una situación que no oculta los desafíos tremendos que porta, y son obvios los riesgos que está corriendo la manera de vivir y el tipo de sociedad que hemos creado y desarrollado entre todos, a partir de que este pueblo y la nación se liberaron en 1959 de sus dominadores, explotadores y opresores. Esos desafíos y riesgos están determinados por su dimensión más general, en la que se ventila qué tipo de organización social regirá al país en toda una época por venir, y si sabremos defender eficazmente la soberanía nacional.
Ante nosotros están implicaciones de una importancia cardinal: la identidad nacional y las identidades que viven dentro de ella, la cultura popular nacional, las fuerzas espirituales, los valores de liberación, el patriotismo popular de justicia social. Tienen tanta importancia porque están en la entraña de las inmensas fuerzas con que cuenta el pueblo cubano, que si se ponen en marcha resultarán superiores a todas las insuficiencias, los errores, las deficiencias y las detenciones y retrocesos que hemos acumulado, a la inercia que nos corroe, al burocratismo empedernido y a las tendencias de retorno al capitalismo, la colonización y el entreguismo que existen en el país. Y serán capaces de vencer otra vez al enemigo externo, Estados Unidos, a pesar de su gran poderío y su determinación de acabar con la sociedad que hemos creado.
Confrontamos un alejamiento de la historia de las resistencias y luchas del pueblo cubano, y una escasa o adversa valoración del período de 1959 a hoy, sobre todo por desconocimiento de sus hechos, sus problemas y sus logros. Existe deterioro del orgullo de ser cubano. El sistema de educación es débil y el de medios de comunicación está lejos de cumplir sus funciones.
Hoy no pretendo destacar, sin embargo, los defectos y los enemigos, sino algunos de los elementos con que contamos para la lucha imprescindible que hay que entablar. Aun si tuviéramos un cien por ciento de razón en nuestras críticas, ellas deben ser un aspecto secundario al compararlas con nuestras actuaciones, porque estas son lo decisivo y lo que nos salvará y permitirá avanzar y triunfar.
Les pido que nos asomemos al protagonismo popular que caracterizó la formación de la nación y el pueblo cubanos. Sus consecuencias y su legado favorecieron mucho las luchas de liberación que obtuvieron en 1959 un triunfo histórico decisivo. Cincuentaisiete años después, no debemos permitir que ese protagonismo sea olvidado o escamoteado. Les advierto, y pido excusas, que debo ser muy selectivo, y también omiso. Resaltaré entonces cuestiones que me parecen imprescindibles, con el ánimo de presentar algunas afirmaciones y de incitar al estudio y la utilización de este tema.
Los más humildes –la gente de abajo– transformaron profundamente con su trabajo y la entrega de sus vidas la colonia que existía en la isla de Cuba desde el siglo XVI. Ellos fueron protagonistas anónimos de logros colosales entre las dos últimas décadas del siglo XVIII y los dos primeros tercios del XIX. Tiene que cesar ya el silencio y el olvido abrumadores acerca de esos trabajadores que padece la mayor parte de la historia del país que consumen los grandes núcleos de la población. Necesitamos una historia del trabajo como parte importante e insoslayable de la historia de Cuba, que ayude a formar o fortalecer una conciencia que rompa con la subvaloración del trabajo, la superficialidad y las postales para turistas, formas de comportamiento colonizado del que son un ejemplo más los difundidos comentarios sobre la torre y los hermanos Iznaga, de Trinidad, hace dos años.
Un formidable dinamismo económico creó en el período mencionado una sociedad que estaba en la punta de los avances mundiales en tecnología y en organización empresarial, con formas urbanas de vida muy modernas y una cultura de élites muy sofisticada, occidental y capitalista. Fue también el ámbito vital de algunos pensadores notables. Pero ese impetuoso crecimiento no llevaba necesariamente hacia la construcción de una identidad nacional. La nueva formación económica produjo un salto terrible en los niveles de intensidad y explotación del trabajo y del dominio de unas personas sobre otras, porque el modo de producción para la gran exportación de azúcar y café al mercado mundial –que convirtió al país en el mayor exportador de azúcar del planeta– se basó en la introducción masiva de esclavos africanos y su utilización despiadada, solo regida por el afán de lucro y las leyes de la ganancia. Comprar y usar personas como esclavas, despojarlas de todos los rasgos de su condición humana y su cultura que pudieran perjudicar a su explotación, y estrujarlas en el trabajo hasta la muerte era una pasión de los dueños de los grandes negocios en una de las colonias más ricas del mundo, en medio de los procesos de independencia de América y del triunfo de la modernidad industrial con asalariados en Europa.
El modo de vida personal y familiar de esos propietarios y de otros ricos del país –y la demostración de su alta jerarquía social– dependió en gran medida de ser servidos por miles de criados, hombres y mujeres esclavos. Otro gran número de esclavos fue empleado en satisfacer una parte de las necesidades de bienes y servicios que crecían y se diversificaban; algunos de ellos adquirían habilidades y oficios. Burgueses emprendedores alquilaban esclavos para trabajar en tareas muy diversas, a una escala creciente.
El gran grupo social formado por la nueva masa de esclavos del siglo XIX –un millón de personas– no fue esclavo por ser negro, sino que fue convertido en negro por ser aquella masa enorme de esclavos. Como vía para legitimar la dominación en aquel complejo tipo de sociedad se abrió paso la exigencia de considerar seres inferiores por nacimiento y de por vida a los africanos y sus descendientes. Hasta la octava década, este racismo del siglo XIX era una rigurosa función de la formación económica. Era hijo de la modernidad capitalista y no se basó en antiguos usos ni en arcaicas castas. Fue inducido mediante una multitud de medios, legalizado hasta los registros civiles y la prohibición del matrimonio interracial, extendió sus efectos nocivos de un modo u otro a toda la población no blanca de Cuba y fue aceptado por casi todos los que así resultaban blancos. Se consideró totalmente necesario, y la gran mayoría de los señores cultos lo explicaron o lo aceptaron siempre; las demás personas lo vivieron y lo atribuyeron a causas menos elaboradas.
De esa manera, un millón de personas y sus descendientes fueron marcados con un estigma permanente por el color de su piel, y se le dio al racismo el carácter de hecho natural, lo que lo sustraía a las relaciones sociales –peligrosas por su potencial de conflicto y rebeldía– y lo hacía parecer algo dado desde siempre y para siempre. Se creó así una realidad que tendió a la permanencia y se convirtió en uno de los rasgos distintivos de la cultura del país.
Los habitantes de la isla estaban construyendo su identidad propia a través de la acumulación paulatina de rasgos específicos que en todos los casos va formando las comunidades nacionales, pero a lo largo de todas las coyunturas de aquel siglo la gran mayoría de los propietarios y empresarios renunciaron a promover la independencia y constituir una clase nacional. Su conducta ante los asuntos públicos se rigió por sus intereses económicos inmediatos y por acuerdos o subordinaciones que garantizaran sus negocios, sus propiedades, su dominio sobre personas, su preeminencia social y sus representaciones del orden y las jerarquías. La entrada de Cuba en la modernidad, a pesar de sus logros maravillosos, estuvo fundada en la negación de la libertad, la igualdad y la justicia.
Matanzas estuvo en el centro de la multiplicación del producto exportable y la riqueza en la etapa de ápice de aquella gigantesca aventura. Y también estuvo en el centro de sus terribles rasgos y consecuencias sociales. Todo el poder y todo el horror del inmenso negocio integrado al capitalismo industrial de Europa y Estados Unidos, que molió a centenares de miles de personas esclavizadas y les negó la condición humana y la dignidad, y privó de derechos políticos y sociales a la mayoría de la población, puede encontrarse estudiando la historia de Matanzas.
Y toda la hipocresía y la doblez de la clase dominante y sus constelaciones sociales puede resumirse en el joven Miguel Aldama, que en diciembre de 1843, en cartas a su cuñado, Domingo del Monte, describe con gran admiración y elogios a los esclavos sublevados en ingenios matanceros –entre ellos, uno de su familia–, su actitud rebelde y su valentía frente a las torturas y el cadalso, y condena con duras expresiones a la trata y al régimen al que son sometidos los esclavos. “Mártires infelices de la libertad”, les llama, “los vemos rufianes y altaneros, desafiando la misma fuerza armada, pues ya la fuerza moral la hemos perdido enteramente”.[3] Aldama fue miembro del grupo Alfonso-Aldama-Madan, uno de los cinco primeros consorcios del comercio de esclavos del país, formado en 1820; en los años sesenta poseía unos cuarenta ingenios y quince mil esclavos, grandes almacenes portuarios y sólidas conexiones en España, Francia y Gran Bretaña.
Aquel sistema portaba muy fuertes contradicciones en numerosos terrenos: los índices de masculinidad y las relaciones sexuales y amorosas; grandes diferencias regionales; la motivación del trabajador y la preservación del orden en un régimen de trabajo esclavo generalizado; el deterioro del lugar social de las personas llamadas de color libres –por no ser blancos–; la necesidad de múltiples oficios manuales en un medio en que se subestimaba el trabajo manual; los cánones religiosos católicos de la moral dominante y la realidad de la complicidad abierta de la Iglesia institución con el sistema.
Criollos cultos pertenecientes a la clase dominante cultivaban las ideas liberales europeas modernas, pero cuando le pedían a la metrópoli formas de organización política en la que ellos pasaran de ser colonos a ser súbditos siempre añadían que la población no blanca debía permanecer excluida de los derechos ciudadanos.
Toda dominación lograda y constituida es cultural, pero, aunque lo era, la de aquella Cuba tenía demasiados aspectos forzados, y varios monstruosos.
Parecía muy poco probable lograr una identidad de tipo nacional. Hubo numerosos ejemplos en la historia colonial del capitalismo en América y el Caribe en que esto no fue posible, y hasta hoy persisten en varios Estados de la región fuertes elementos en contra de esa unificación. La clase dominante de Cuba del XIX se negó a ser clase nacional, prefirió siempre conservar su ganancia, sus esclavos y su primacía social, y ser parte subordinada dentro de la monarquía española y el sistema capitalista mundial. Por consiguiente, tuvo horizontes, pensamiento y reacciones de colonizado, y fue activa contra todo movimiento revolucionario.[4]
La contradicción social principal no podía tener una solución revolucionaria –como la tuvo en Haití–, y existieron entonces grupos sociales muy diversos, relacionados por la explotación, la opresión, los servicios forzados, las relaciones mercantiles, la hostilidad, los recelos mutuos o las vidas separadas. Casi hasta el final del siglo no hubo una cultura cubana, sino varias culturas en el país.
Durante el siglo XIX existieron dos opciones políticas que buscaban cambios en la colonia, pero eran opuestas a los intereses de las mayorías y al Estado independiente: el reformismo y el anexionismo. Del primero hablamos hace unos minutos. Casi noventa años estuvo solicitando reformas a la metrópoli, se conformó con las respuestas que recibía y se mantuvo fiel. Respondió siempre a los intereses de sectores de la clase dominante, jamás fue abolicionista y su ideología fue siempre colonizada, racista y antinacional. Aunque tuvo matices diversos, el reformismo solo se renovó a consecuencia de la primera revolución cubana.
El anexionismo a la gran república esclavista, Estados Unidos, era la otra posición de colonizado. Más de una vez fue utilizado como arma de presión, y a sectores minoritarios de clase dominante pudo parecerle una alternativa conveniente dentro de la relación básica que tenía la formación económica de la isla con los centros del capitalismo mundial. Desde su mismo nacimiento, la república norteamericana quería apoderarse de Cuba, y utilizó todo tipo de manejos en esa dirección a lo largo del siglo, mientras aumentaban sus vínculos económicos con la isla, que se volvieron decisivos en la última fase del XIX. Pero solo en esos últimos años de la centuria tuvo fuerzas Estados Unidos para intentar quedarse con Cuba; mientras, la geopolítica se lo impidió. En la colonia con mayor proporción de población blanca del Caribe, y bajo la rauda acumulación cultural occidental de su siglo XIX, la anexión también motivó en Cuba a algunos activistas sinceros, que veían en Estados Unidos el polo de modernidad y democracia que convenía al país. Pero después de la Guerra de los Diez Años, el anexionismo ya solamente pudo ser entreguismo, incapacidad de ser cubano o traición.
Carlos Manuel de Céspedes les exigió a sus compañeros ponerse de pie, y el 10 de octubre de 1868 destrozó los imposibles. Los iniciadores destruyen imposibles; los revolucionarios aprenden a domarlos y a trabajar con ellos. Los mambises que sostuvieron la pelea en más de media Cuba durante diez años tuvieron que volverse superiores a ellos mismos, no solo a sus circunstancias. La revolución comenzó como un acto ajeno a la política vigente, a lo que parecía viable, a la lógica del pensamiento político y a las motivaciones de gran parte de la población. Céspedes liberó a sus esclavos la primera mañana, pero el cálculo político, los valores heredados y el racismo les ponían obstáculos a la justicia en el amanecer de la libertad. La independencia y la abolición tuvieron que fundirse y ser una, y todo mambí ser abolicionista; la forma de gobierno tuvo que ser republicana y reunir la libertad personal y las libertades ciudadanas. En Guáimaro supieron dejar a un lado sus diferencias y unirse sectores de clase media para crear instituciones republicanas y convocar a todo el pueblo a pelear por la independencia nacional.[5] Pero esas instituciones se fueron tornando un factor conservador en la medida en que la guerra revolucionaria promovió cada vez más la participación de la gente humilde del campo y los mulatos y negros.
Para hacer realidad la hasta hacía poco impensable identidad nacional y poder reconocerse como cubanos, todos, líderes y pueblo, tuvieron que recorrer un camino largo y muy difícil.
La guerra revolucionaria cambió los términos de los problemas. Se alimentó del sacrificio, el heroísmo y la participación de muchos miles de personas humildes, hombres, mujeres, familias. Dar la vida, pasar hambre y todas las escaseces, combatir, sembrar, realizar una enorme cantidad de tareas diversas, perseverar: todas las formas de la entrega y el altruismo se hicieron cotidianas. Fue en ese trance que la bandera del triángulo rojo y la estrella solitaria se volvió sagrada, y la marcha, el campamento, el héroe, el amado y la amada, la jornada de sangre y de muerte, se expresaron en canciones.[6] Próceres y pobres de todos los colores aprendieron que la rebeldía política les daba a sus luchas y sus necesidades más sentidas probabilidades de éxito, o de ser presentadas con más fuerzas. Y todos aprendieron a sentirse hermanos mientras compartían todas las vicisitudes. En aquella fragua tremenda nació la identidad nacional cubana, de contenido y objetivos populares.
Aunque no pudo llegar más allá del oeste de Las Villas, la Revolución de 1868 introdujo una nueva realidad y fue decisiva a escala del país para el logro de una identidad cubana y el nacimiento del patriotismo nacionalista. Sus hechos y los sentimientos que ella desató, los heroísmos y sacrificios de miles de personas, y de activistas y jefes hasta entonces desconocidos, el nuevo campo de ideas que creó y las autoidentificaciones y el mundo simbólico que nacieron de esa revolución constituyen un primer capítulo prodigioso de la formación de la nación cubana.
En territorios en los que la mayoría de los vecinos eran recientes –esclavos estrujados en su trabajo y sus vidas, un buen número de pobres venidos de España, culíes chinos y empresarios ambiciosos–, en una sociedad tan opresora e incipiente, la insurrección contó con un gran número de soldados y una fuerte base social. ¿Qué los motivó, los decidió y los hizo persistir en las peores circunstancias? ¿Cómo pudo formularse en el campo revolucionario una ideología unificadora de las demandas, los sentimientos e intereses, las identidades y visiones del mundo de grupos tan heterogéneos? ¿Cómo pasaron tantos negros y mulatos esclavos y libres de sus formas propias de vida y resistencia a la participación masiva en una revolución? ¿Cuáles fueron las representaciones que los llevaron a ser revolucionarios? ¿Cómo relacionaron sus representaciones de libertad y vida digna con un ideal político general de independencia nacional? Porque la consigna de Cuba Libre, el Ejército Libertador, el patriotismo nacionalista y la República en Armas expresaban propósitos e ideas políticas mucho más generales. Estos rebeldes tuvieron que asumir una noción de libertad en la que cabría la libertad personal de cada uno, un proyecto de Estado nacional del cual serían ciudadanos y una futura legalidad que consagraría sus reclamos en forma de derechos.
Frente al final sin triunfo de la guerra, la Protesta de Baraguá fue la expresión mayor de la intransigencia revolucionaria cubana y como tal adquirió un extraordinario valor político y simbólico. Pero también hizo visible el tránsito experimentado por la bandera de la revolución, de los grandes y medianos propietarios a gente de origen popular.
Recojo la opinión de un adversario sagaz, el político autonomista matancero Eliseo Giberga, un analista burgués que conoció bien de relaciones entre clases sociales, hegemonía y construcciones raciales, y supo interpretar la historia y el presente para aconsejar una política burguesa futura. Giberga describe así en abril de 1897 a los negros de Oriente: “más celosos de sí mismos y de su raza, más ambiciosos de consideración y más inquietos”. La guerra, dice, “durante diez años los mantuvo en la independencia de los montes y las sierras y en igualdad con los blancos, y en el seno de una democracia castrense (…) es allí el negro menos humilde, menos respetuoso de la autoridad del blanco”. Giberga explica que en esta nueva guerra el país entero ha abrazado la causa revolucionaria y la contienda está perdida; por eso hay que apurarse y crear un sistema político que evite la revolución social: “No olvidarán los hombres de color que uno de ellos fue Maceo; y no renunciarán –téngase en cuenta— a cobrar en derechos el precio de su sangre”.[7]
Entre 1880 y 1895 se estableció una nueva forma colonial, que resultó la postrera, al tiempo que transcurría la fase final de la esclavitud y se implantaba un capitalismo pleno. La metrópoli, con su insuficiencia y tardía modernización, pretendió mantenerse y seguir esquilmando a su colonia en la nueva situación. La clase dominante del país mantuvo en lo esencial un control autoritario de la fuerza laboral, profundizó sus nexos económicos íntimos con Estados Unidos y pretendió que rigieran un régimen político colonial con ciudadanía restringida y un campo cultural más amplio y reformulado, pero controlado por ella y España. El nuevo reformismo del Partido Liberal Autonomista desplegó una estrategia “cubana” mediante la cual quiso suplantar al pueblo que subestimaba, pasar por representante politiquero de Cuba ante la metrópoli y ayudar a que no hubiera una segunda revolución.
Ese tipo de evolución era una posibilidad real, ya fuera sin autogobierno o con una organización estatal y política poscolonial. En el conflicto previsible se pondrían en juego las fuerzas, la conducción y la hegemonía, para decidir cuánta autodeterminación tendría el país y qué redistribución de la riqueza y el poder habría entre las clases sociales. En esos quince años se ventiló una polémica muy intensa alrededor de las cuestiones nacional, racial y social, íntimamente ligadas como no han vuelto a estarlo desde entonces.
Para ser revolucionaria, ahora la política tendría que ser muy creativa, ambiciosa y audaz, partir de los verdaderos problemas y, al mismo tiempo, convocar desde el complejo existente de conciencia, recuerdos, cultura política acumulada, rencores, ideales, intereses y afectos. Debía combinar un proyecto muy superior con una gran atracción de masas y unas prácticas inmediatas movilizadoras y eficaces.
Esa fue la propuesta de José Martí y el objeto de su trabajo ciclópeo: derrotar la posibilidad evolutiva y organizar y llevar a cabo una revolución de liberación nacional que fuera idónea para vencer al colonialismo y frenar el naciente neocolonialismo. Para triunfar, debía lograr que las energías de las mayorías se desataran y, mediante el fuego destructor y creador de la revolución, se construyera un pueblo independiente que amara el ideal nacional, creara una república democrática y luchara por ella, desarrollara sus capacidades individuales y colectivas desde sus diversidades sociales, y aprendiera a ejercer la ciudadanía y exigir la justicia social. Su “equilibrio de los elementos reales del país” solo podía lograrse con una nueva identidad nacional en la que los más diversos se vieran, y un real aumento de la fuerza efectiva de las mayorías, que le quitara a la burguesía de Cuba la posibilidad de usufructuar para sí la construcción nacional y a Estados Unidos la posibilidad de dominar a Cuba. La república solo podría ser con todos y para el bien de todos si la mayoría adquiría un gran peso y un grado notable de control en ella.
La insurrección solo podría iniciarse y ganar vigor y solidez si se unían los veteranos que seguían deseosos de volver a pelear y los jóvenes decididos a pelear. La labor magnífica de Martí creó las condiciones y el ámbito para ese inicio exitoso. Hay que insistir en que –a diferencia de 1868– la conspiración antes de la guerra fue plurirracial: activistas, contactos y jefes eran de todos los colores. Y en que al ser Oriente el teatro factible del inicio, el inmenso prestigio de Guillermo Moncada fue símbolo y llamado a luchar mientras se esperaba a Martí y Maceo. El protagonista de Baraguá era el héroe más admirado y famoso por su valentía, rectitud revolucionaria e inteligencia, y el pueblo de Oriente salió a la guerra cuando supo que había llegado a Cuba. La nueva política revolucionaria veía en Martí al apóstol y al presidente de la futura república.
Al calor de la Invasión a Occidente, el pueblo de la isla se fue en masa a la guerra revolucionaria, a conquistar la independencia, forjar la nación y crear el Estado cubano. Las cubanas y los cubanos se sacrificaron en el curso de la guerra, y el Ejército Libertador derrotó el colonialismo. Las culturas de Cuba, contiguas, alejadas o en conflicto durante el prolongado decurso colonial y el dinámico siglo XIX, habían ampliado mucho sus intercambios a partir de la Revolución de Yara, pero ahora se fusionaron en medio de aquella prueba suprema. Se plasmó así la cultura nacional cubana.
La violencia revolucionaria organizada constituyó una gigantesca escuela creadora de personas libres, de valores, fraternidad, dignidad, capacidades y ciudadanía para todos los participantes, los colaboradores y las familias de patriotas. Tuvieron experiencias formadoras, y el desarrollo que alcanzaron en la contienda resultó muy superior a lo que hubiera logrado una larga evolución, y muy diferente.
Se ha estimado que los negros y mulatos fueron mayoría en el campo de la Revolución. Su comportamiento emuló con el de los mambises blancos en cuanto a disciplina, valentía, sacrificios y renuncia a exigencias sectoriales, dentro de una terrible guerra total que provocó la muerte a cientos de miles de personas y la devastación del país. Las prácticas, los sentimientos y las ideas de la guerra revolucionaria hicieron retroceder el racismo en enorme proporción y por medios muy superiores a los evolutivos. Los negros y mulatos entraron a la Revolución como negros cubanos y en ella conquistaron con sus méritos una identidad nacional que nadie les donó, y de la que fueron tan creadores como el que más. La insurrección los reconoció como jamás lo hubiera hecho la vida social vigente, y su actividad política fue un enorme salto respecto a sus escasas experiencias cívicas previas y al alcance que habían tenido sus reclamos. La Revolución del 95 transformó al negro de Cuba en el cubano negro, y hasta hoy ese orden identitario nunca ha cambiado. La especificidad y el orgullo de raza se expresaron a través del patriotismo.
Jefes y oficiales negros y mulatos tuvieron por primera vez en Cuba presencia en el mando y en la política, junto a blancos pobres que alcanzaron iguales rangos. Su actividad político-militar destacada fue uno de los factores más importantes para la plasmación de la identidad nacional y la creación de la nación cubana. Antonio Maceo fue el principal líder político de la Revolución desde la muerte de Martí hasta su caída en combate. Como tal actuó desde Oriente en 1895, y la Invasión a todo el país– que dirigió junto a Máximo Gómez– lo convirtió en un gran líder político a escala nacional. Pero pasó en un aislamiento muy combativo sus últimos diez meses de vida. Aquella actitud de subordinar todo lo personal a la causa revolucionaria completó su grandeza.
El racismo no desapareció dentro del campo revolucionario, y se expresó como menosprecio, doble rasero e injusticias. Sin dudas se debió al carácter cultural que poseía, pero también a su relación con el conservadurismo social y político que existió dentro del campo heterogéneo de la insurrección, y que logró contrapesar al ala radical durante el curso de la guerra. Opuesto al ideal de una República en Armas que prohibía toda referencia a personas que no fuera la de ciudadana o ciudadano, tuvo que ser un racismo vergonzante. No hay que olvidar que toda revolución implica permanencias, y no solo cambios, pero el saldo fue sumamente positivo en cuanto a cambios cualitativos y disminución del racismo. La revolución transformó las relaciones de los negros y mulatos como diversidad social con la vida política y social cubana, con la conciencia social y con las representaciones de la identidad nacional, el patriotismo y la república.
Durante varias décadas existió una figura cívica de enorme prestigio, el veterano, que reunía por primera vez en Cuba en una categoría de gran reputación a blancos, mulatos y negros, sin excluir ni a los más pobres.
Desde la falsa aceptación de Cuba libre proclamada en la Resolución Conjunta de 1898, la intervención militar norteamericana se propuso y obtuvo la liquidación de las instituciones fundamentales de la Revolución. Estados Unidos mantuvo la ocupación hasta que impuso graves recortes a la soberanía cubana y un régimen neocolonial como condiciones a la existencia de la república, y se convirtió en el mandante de la nueva clase dominante en la posguerra, una burguesía cubana subordinada y cómplice. Eso contribuyó decisivamente a disminuir o desnaturalizar los logros de la revolución. La ideología dominante-dominada de la burguesía cubana asumió a Estados Unidos como el liberador del pueblo cubano, e intentó que toda la sociedad compartiera la creencia en esa mentira. El colonialismo mental viabilizó la aceptación de una convicción: la supuesta incapacidad de los cubanos para el autogobierno.
En la primera república se desplegó una compleja combinación posrevolucionaria de semiprotectorado, economía liberal, política democrática neocolonizada, sociedad conservadora, nacionalismo patriótico y racismo. El pueblo cubano venció al colonialismo español, se constituyó como nación y creó su Estado, los varones tuvieron todos los derechos políticos y la cultura nacional tuvo fuerza suficiente para impedir cualquier intento de absorción pacífica yanqui, reafirmar las formas y los valores de lo cubano y absorber a su vez a millón y medio de inmigrantes en solamente treinta años, sin desnaturalizarse. Pero la vida de las mayorías siguió siendo de pobreza, falta de servicios y derechos sociales y postergación, la soberanía nacional estaba sometida a Estados Unidos y a Cuba le era imposible desarrollar cualquier proyecto económico autónomo.
Uno de los mayores logros de las revoluciones anticoloniales cubanas del siglo XIX fue la formación y el carácter permanente de relaciones muy estrechas entre lo cultural y lo político. El que examina la cultura cubana advierte de inmediato la enorme carga de acumulaciones políticas que contienen sus dimensiones populares. En numerosos países, lo popular guarda distancia de lo político y, de paso, disimula la efectiva exclusión o la subalternidad de los populares respecto a la conducción de la política. Las relaciones que pueden advertirse suelen ser de lejanía, autonomía y desamparo, aunque un análisis que profundice puede encontrar manipulación, coerciones y resistencias culturales. Pero en Cuba fue imprescindible la participación de las mayorías en el proceso político, y que los sentimientos, las actuaciones y los sacrificios masivos por la libertad, la justicia social y la soberanía nacional y popular tuvieran papeles centrales en la plasmación de la identidad nacional y en la constitución política e ideológica de la especificidad nacional y del Estado propio.
Todo el mundo espiritual y una parte enorme de las formas culturales tuvieron que intervenir para que fuera posible la victoria y la permanencia de la nación, y en ese trance se relacionaron íntimamente y con lazos muy sólidos y perdurables la cultura del pueblo y lo político. Pese a lo que algunos creen, si analizamos las creaciones simbólicas fundamentales de la cultura política cubana veremos que ellas están más cargadas de sentidos populares que de proposiciones y elaboraciones de personalidades y grupos selectos. Así sucede con el patriotismo nacionalista, la unión entre justicia social y libertad, la vocación republicana democrática, la negación de la anexión a los Estados Unidos, el antimperialismo, y también con las ideas más contemporáneas de socialismo e internacionalismo.
Esto no se reduce, sin embargo, a unión y armonía. La construcción social lograda a partir de la fase final del siglo XIX tuvo que incluir cesiones y olvido en el campo popular. Me limito a mencionar un caso, como ilustración. Durante una época dilatada, el avance social de los no blancos estuvo relacionado con tomar distancia de lo que los acercara al origen africano y, por tanto, los hiciera parecer incivilizados o inferiores. Los dominados suelen verse en la necesidad de abandonar formas entrañables de sus culturas, al mismo tiempo que asumen elementos de la cultura dominante, para encontrar un espacio vital para ellos y para sus hijos en una sociedad que les presenta esas exigencias al grupo al cual pertenecen. Les dejo estas preguntas: ¿cómo se produce esto concretamente?; ¿mediante qué formas intermedias de aceptación, imitación y otras se transita, formas sutiles, traumáticas o monstruosas?; ¿cómo se produce la complejidad del proceso?; ¿cuáles son las renuncias, las resistencias, las asunciones y las creaciones que portan los resultados de cada abandono y cada asunción?
Les debo el tema del olvido esta vez. Pero hoy que hemos avanzado tanto contra las cesiones y el olvido, pido que no reduzcamos más el calificativo de “aportes” culturales a lo que provino de fuentes no europeas, que no usemos más esa noción en este campo, por razones obvias.
Me acerco al final desde la coyuntura actual. Cuba fue colonia o neocolonia durante cuatrocientos cincuenta años de su historia, desde que llegaron los colonizadores europeos hasta el triunfo de la Revolución en 1959. Durante poco menos de sesenta años ha estado liberada, y el pueblo cubano es el dueño de ella y de sí mismo. Cuba solo pudo lograr cambios colosales a favor de las personas, la sociedad y la nación mediante su sistema de socialismo de liberación nacional. En medio de la guerra cultural que se está librando hoy, es necesario que estemos conscientes de que Cuba puede ser recolonizada, pero solamente si nosotros mismos lo permitimos. Y que estemos conscientes de que únicamente podrá ser recolonizada mediante la restauración del capitalismo, que es el sistema de dominación mundial y es la base de todas las formas de colonización.
La naturalización del capitalismo, es decir, que todo parezca natural y no debido a relaciones sociales específicas de dominación y de promoción de comportamientos, motivaciones y sentimientos, es una necesidad fundamental para la implantación de ese sistema. Su éxito no dependerá de una gigantesca conspiración, sino de una progresiva aceptación que se vaya convirtiendo en consenso, y que reúna tanto la resignación como el entusiasmo, los intereses de lucro y poder y las esperanzas de gente común, las iniciativas y la inercia, los sucesos y las nuevas costumbres. No hay que desdeñar la intencionalidad que pueda existir dentro de un proceso de desarme ideológico que está en marcha y que es urgente frenar y revertir, y en la promoción interesada de motivaciones, normas, creencias y valores que corresponden al capitalismo. Pero lo esencial siempre será que esa transformación sea o no sea consentida, aceptada y asumida por grandes núcleos de la población.
Los que trabajamos en el campo cultural estamos conscientes del momento histórico que vivimos, y expresamos esa conciencia al dedicarnos a nuestras prácticas específicas.
La nación cubana se reconoce, ante todo, en su origen revolucionario, y ello es ostensible en su material simbólico. A ese material le toca desempeñar hoy papeles importantes en la defensa de Cuba, ante el gran peligro que se nos viene encima. Se impone, entonces, enfrentar un conjunto de preguntas desde la perspectiva del conocimiento, y desde una conciencia que comprenda las funciones que pueden tener los hechos históricos respecto a los logros y los conflictos culturales, sociales y políticos de las sociedades.
Los investigadores deben considerar los eventos sin ira y con estudio, renunciando al fácil recurso de condenar simplemente, o de hacer “crítica social”. Si profundizan, si buscan, por ejemplo, lo esencial de una época, que gobierna con hilos invisibles desde los sucesos que resultan naturales a ella para el sentido común hasta los sucesos que parecen negarla, pueden aportar conocimiento, conciencia y orientación.
Ustedes saben mucho más que yo sobre el tremendo ciclo de azúcar y esclavitud que vivió Matanzas, sobre lujos y miserias, crímenes y artes, hermosos edificios y abismos de maldad, deculturación de multitudes y trabajo manual sin fin, nuevas tecnologías y hambre, prosperidad y ruina. Saben que Martí sintetizó la promesa al decirle a inicios de 1895 al matancero Juan Gualberto Gómez: “implantaremos toda la justicia”. Y que el pueblo de esta provincia se alzó en masa al llegar la Invasión y protagonizó una guerra terrible, quizás la más terrible librada en el país, basando su heroísmo en sus sacrificios cotidianos. Por lo menos sesenta mil personas perecieron en ella, para una población total de doscientos mil en 1899.[8] Y que, sin desaparecer, las culturas más diferentes se fundieron en la epopeya de la patria.
Vengo a pedirles que esos conocimientos se divulguen, y que se haga con verdadera eficacia. Que forme parte de lo que se considera conocimientos imprescindibles, para la educación y para la persona culta. Que el sistema de enseñanza lo tome al fin, y lo levante y lo difunda, y que no lo haga como en el magisterio tradicional. Que, por ejemplo, en las escuelas de todos los municipios alumnos y maestros busquen y recuperen a los combatientes de fila y los colaboradores de las revoluciones cubanas, y que estudien las culturas diversas y riquísimas de los que han vivido en esta provincia: comidas, creencias, música, trabajo, costumbres, saberes, objetos de uso. Que los planes y programas docentes tengan íntimas relaciones con la vida. Que entre todos nos hagamos preguntas valiosas, y encontremos y levantemos el conocimiento de cómo se hizo esta tierra y este pueblo. Y que toda esta actividad forme parte de la conciencia, los valores, el patriotismo popular y el sentido de la justicia social como la estrella polar de la cultura y del mejoramiento humano.
Conocer la verdadera historia de Cuba es poseer un arma invaluable. Hoy es necesario divulgar y entregar esa historia a los niños, a los jóvenes, a todos. Hay que interesar, atraer, emocionar, compartir conocimientos y acendrar valores. Eso exige rigor y honestidad, no ocultar ni manipular, ser maestro y alumno, investigar con modestia, comunicar. Contamos con una ciencia histórica sumamente avanzada, una notable antropología y un buen número de investigadores sociales y culturales dedicados y capaces. Una dificultad que es obvia es el escaso aprovechamiento que se hace de esa gran riqueza, que no se vuelve guía de las políticas y las estrategias, ni se socializa a través de los vehículos educativos, de comunicación masiva y de otros tipos que tiene la sociedad cubana. Hay que romper la división entre élites y masa en este campo, y en cualquier otro también. Hay que hacerlo a través de las instituciones, que hoy están corriendo un fuerte peligro de sufrir un deterioro y un desprestigio que solo servirían a nuestros enemigos. Y se debe apelar, al mismo tiempo y sin esperar por nada, a iniciativas que movilicen y pongan en acción grupos de trabajadores y sectores sociales que cuentan con capacidad y con espíritu revolucionario suficientes para hacerlo.
Una de las principales tareas intelectuales es rescatar e interpretar con profundidad y compromiso el proceso de formación de la nación cubana, sus avatares y lo que ella nos brinda para enfrentar el presente y el futuro. Rescatar y resaltar el papel del sujeto popular como protagonista de una historia de rebeldías, resistencia, desgarramientos, heroísmos y privaciones en el largo proceso hacia la soberanía y la independencia nacionales. Desde una situación de terrible opresión social y colonial y una naciente sujeción económica neocolonial, la masa de la población de Cuba se fue a la revolución y se unió, por primera vez, en un propósito superior que permitió crear a los cubanos y a la nación. La solución revolucionaria ha sido, desde entonces hasta hoy, la única capaz de resolver los problemas fundamentales de Cuba.
Las revoluciones viven de subvertir una y otra vez lo establecido. Su objetivo es desatar energías suficientes, que sean capaces de cambiar y mejorar la sociedad, las relaciones sociales y a los seres humanos. Por eso sus historias pueden acudir hoy y pelear junto a nosotros. Toda historia verdadera de revolución es subversiva, porque desafía el presente y ayuda a guiar y desatar el futuro.
Nota: he utilizado algunos párrafos de textos antiguos o recientes míos en este trabajo, añadiéndoles precisiones o ampliaciones. Por esa última razón, y por ser del autor, me ha parecido innecesario anotarlos con citas. Lo importante para mí es que el conjunto contribuya al conocimiento, el debate y la divulgación, que tanto necesitamos.
Notas
[1] Conferencia en el XI Fórum Teórico Fernando Ortiz, convocado por el Grupo de Investigación y Desarrollo de la Dirección Provincial de Cultura de Matanzas, en la XII Fiesta de los Orígenes. Matanzas, 14 de julio de 2016.
[2] Director General del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello.
[3] En Domingo del Monte: Centón Epistolario, Biblioteca de Clásicos Cubanos, Ediciones Imagen Contemporánea, La Habana, 2002, volumen III, pp.212-214; 218-220.
[4] Ver Fernando Martínez Heredia: Andando en la Historia, ICIC Juan Marinello /Ruth Casa Editorial, La Habana, 2009.
[5] José Martí analizó a fondo aquel proceso veinte años después de Guáimaro y reclamó veneración para los que abrieron el camino revolucionario. Al mismo tiempo, escribió: “cómo atolondró al espantado señorío la revolución franca e impetuosa (…) cómo vició la campaña desde su comienzo, y dio la gente ofendida al enemigo, aquella arrogante e inevitable alma de amo con que salieron los criollos del barracón a la libertad” (“El General Gómez”, en Obras Completas, La Habana, 1963, t. 4, p. 446. Citado en La historia de Cuba pensada por Ramón de Armas, Ruth Casa Editorial, La Habana, 2012, p. 111.)
[6] Por ejemplo, esta décima que responde a un pie forzado: “Cuando asoma la mañana / alumbrando el firmamento / se escucha en el campamento / alegre el toque de diana. / Cuando la tropa cubana / se forma por compañía / y el sargento, al ser de día / pasa lista diligente, / al responderle ¡presente! / yo pienso en ti, vida mía.”
[7] Eliseo Giberga Galí: Apuntes sobre la cuestión de Cuba, por un autonomista, sin datos editoriales (1897), pp. 24 y 156.
[8] Ver, de Francisco Pérez Guzmán, Herida profunda, Ediciones UNIÓN, La Habana, 1898, un extraordinario libro de Historia que expone resultados de investigación acerca de la Reconcentración de la población, genocidio cometido por el colonialismo español durante la Revolución del 95. Contiene un gran número de informaciones sobre la provincia de Matanzas.