Ernesto Peña busca foco ante una figura del salón de artes manuales de la Jornada Cucalambeana y rápidamente trato de captar el instante de su acto reporteril.
No se da cuenta de lo que hago y en su mundo por lograr la instantánea se mueve hacia delante y hacia atrás para lograr la mejor toma, y yo repito los mismos movimientos de forma mecánica, porque se me va de foco y no quiero que se dé cuenta de lo que hago.
Cuando termina, le enseño mi foto que lo toma en pleno acto profesional y le pregunto, ¿cuántos años, eh, Peñita? ¡Ufff! -me responde-, ya ni me acuerdo.
Y en verdad, son muchos años. Peña y yo integrábamos el mismo equipo de fotorreporteros del periódico 26, de la provincia de Las Tunas, al oriente de Cuba, a inicios de la década del 80 del pasado siglo.
Él y yo, junto a Norge Santiesteban, éramos los tres reporteros gráficos del entonces diario provincial. Peña venía de Chaparra, y había comenzado como laboratorista del Departamento fotográfico cuando ya Norge era titular junto a Héctor Zaldívar, otro chaparrero. Norge y yo veníamos de Santiago de Cuba, de graduarnos de la Escuela Poligráfica provincial Félix Bravo Hernández, de la entonces provincia de Oriente. Él, graduado de Fotografía; yo, de Fotograbado.
Un tiempo después de haberse marchado Héctor, Peña pasó a ser fotorreportero y yo entré a aquel equipo, exactamente en 1981, y los tres conformamos la plantilla del Departamento.
Éramos muy jóvenes, yo creo que demasiado, y aunque Norge era un poco más serio, Peña y yo siempre estábamos buscándole la alegría a la vida, y no parábamos de hacer maldades a los demás compañeros, gastábamos bromas a todos sin freno alguno y no pocos problemas nos buscamos con Infante, el director, quien pasaba un poco de los 30, pero con una seriedad que metía miedo. Mas, como el equipo completo del periódico era muy joven en su mayoría, nos sentíamos como peces en el agua.
Así pasamos las verdes y las maduras, como compañeros de cámara, y aunque los tres teníamos nuestras particularidades, nos llevábamos bien, pero entre Peña y yo había una empatía porque éramos un poco diferentes a Norge, a quien catalogábamos de más conservador, más académico, como le decíamos, más correcto.
Durante los dos años que pasé en el Departamento fotográfico no recuerdo cuántas veces Peña y yo nos sacamos las castañas del fuego, como reza la sentencia. Éramos buenos trabajadores, serios en la profesión, pero nuestra inmadurez nos llevaba a cometer actos irreflexivos, y decenas de veces él me cubría las espaldas o yo se las cubría a él, cuando uno de los dos tenía una cobertura y él la cubría por mí o yo por él, por algún enredo que se nos presentaba, algo que había que explicar muy bien al Director y al Jefe de Información, porque la regla era que quien tenía la cobertura la tenía que cumplir, y no se entendía eso de cambiarse el uno por el otro, pero siempre inventábamos para salir ilesos.
Un día cualquiera a Peña se le ocurrió la idea de marcharse a trabajar como iconopatógrafo en el Hospital General Docente Ernesto Guevara, y por mucho que le di para que desistiera de la idea no me hizo caso y allá fue, sin saber quizás a lo que iba a enfrentarse.
Yo ya había pasado al equipo de reporteros, pero casi siempre Peña y yo trabajábamos juntos en las coberturas y los trabajos de fondo, por lo que en verdad le echaba de menos, hasta que unos pocos meses después regresaba pidiendo su reintegración a su lugar de origen porque no soportaba más hacer fotos en autopsias, retratar vísceras, cerebros y otros órganos para estudios médicos y su estómago no aguantó, según nos dijo.
Y desde entonces Peña no se ha movido más del periódico, convertido hoy en semanario, y aunque cada uno anda por su lado, mantenemos la amistad de trabajo y parranda que un día surgió, hace ya unos cuantos años, y nos alegramos cuando nos vemos, y aunque no hablamos mucho por la falta de tiempo estamos al tanto el uno del otro, como parte inseparable de aquel colectivo de 26, cuando siendo casi adolescentes comenzamos en los avatares de esta profesión, que hasta hoy nos ha dado las mayores alegrías y tristezas.
Por Miguel Díaz Nápoles, en su blog