En el verano de 1989 Francis Fukuyama divulgó en The National Interest la versión de su ponencia «The End of History?» («¿El fin de la Historia?»), impartida en el Centro John M. Olin de la Universidad de Chicago —una de las plataformas del pensamiento neoconservador—, que dirigía Samuel P. Huntington.
Estados Unidos y sus aliados derrotaban al socialismo, y la evolución ideológica del mundo parecía culminar en la universalización de la democracia occidental; vencido el socialismo real, no existía ninguna alternativa de modelo de desarrollo viable que prometiera mejores resultados, apuntaba Fukuyama, con cierta duda expresada mediante el signo de interrogación.
Una élite transnacional que concentró el capital y el poder económico tras controlar la tecnología, la información y los servicios, convertía la Tierra en una fábrica global; la fase de trabajo intensivo de la producción internacional era desplazada al Sur, donde estaba la mano de obra barata. Con la desintegración del campo socialista, desde Europa del Este hasta América Latina, los Estados, las economías y los procesos políticos se integraban bajo su égida. Esa élite no quería intervención estatal: ¡había llegado la era del neoliberalismo!
Doctorado en la Universidad de Harvard con una tesis sobre la política exterior de la URSS, Fukuyama se había formado como sovietólogo en la Corporación RAND —organización de estudios consultivos que trabaja para el Pentágono— y en el área de Planeamiento Político del Departamento de Estado, con el neoconservador Paul D. Wolfowitz, quien lo convocó a su staff en 1981. En 1983 volvió a la RAND y allí permaneció hasta que en febrero de 1989 retornó al Departamento de Estado como subdirector de Planeamiento Político. Más que un axioma teórico, su «tesis» respondía al eufórico anuncio con que la Administración Bush (padre) se proclamaba vencedora de la Guerra Fría. Y el escenario escogido para hacerlo no podía resultar mejor: Samuel P. Huntington propugnaba que el modelo neoliberal constituía un requisito previo para la democracia, por lo que cuestionar el modelo significaba cuestionar la democracia misma. «El mantenimiento de políticas democráticas y la reconstrucción del orden social son fundamentalmente incompatibles» —aseveró en un artículo ese propio año (Huntington, 1989: 24).
Fukuyama relató que la idea del fin de la Historia le vino a la mente en el curso de los años 1988-1989, mientras leía publicaciones soviéticas en las que se trataba el tema de la legitimidad de la propiedad privada. Al escuchar a Gorbachov manifestar que el verdadero significado del socialismo consiste en que el débil ha de apartarse del camino del fuerte y productivo, comprendió que la estructura ya no podría mantenerse intacta; de alguna manera empezaría a desplomarse.
Derrumbado el Muro de Berlín y desintegrada la URSS, Fukuyama volvió en 1992 sobre esta «tesis», con El fin de la Historia y el último hombre, pero ya no se la planteó como una interrogante. El libro fue traducido a más de 20 idiomas y generó gran revuelo en los círculos académicos internacionales. Seminarios, debates y artículos se dedicaron a polemizar acerca de la teoría de que la Historia habría acabado porque el capitalismo neoliberal era irreversible. Una descomunal campaña mediática se encargó de someter al mundo a la creencia de que no sería posible construir una vida diferente; era un llamado a la más absoluta apatía —empleada como arma, o como droga—, para ahogar el espíritu de los pueblos. «Mucha gente pensó que la crisis del sistema soviético significaba la crisis del marxismo […] un error garrafal; sin embargo, eso confundió a mucha gente» —testimonió en La Habana Atilio Borón (Borón, 2007: 31).
Fue la época en que una puesta en escena del historiador y dramaturgo Howard Zinn llevó hasta el Soho de Nueva York a Carlos Marx y lo puso a hablar con los estadounidenses para explicarles que el de la URSS no era realmente un Estado marxista y que las ideas marxistas sobre el capitalismo conservaban plena vigencia «…porque ahora estoy en Nueva York, y veo gente viviendo en la calle y veo cómo las compañías controlan el Gobierno, y veo cómo la gente está absolutamente controlada por la televisión y la propaganda del Gobierno, y cómo todavía hay diferencias de clases. Sí, las ideas marxistas están vivas aún» (Zinn, 2007: 80).
Los círculos de poder en Washington no cabían de regocijo. Dos proyectos neoliberales: la Iniciativa de Empresa para las Américas, anunciada por George H. Bush en 1990, y la batalla por un Tratado de Libre Comercio de la América del Norte con México y Canadá, firmado por Bill Clinton en 1993, eran comunicados como la política norteamericana más innovadora hacia América Latina en toda la historia. En 1994, en La diplomacia, el ex secretario de Estado Henry Kissinger abundó al respecto: «La única dictadura que subsiste en el continente es la de Cuba. En el resto del hemisferio, los métodos nacionalistas y proteccionistas de la administración económica están siendo reemplazados por economías libres […] el último y dramático objetivo es la creación de una zona de libre comercio que llegue de Alaska al Cabo de Hornos: concepto que hasta hace poco tiempo se habría considerado irremediablemente utópico» (Kissinger, 2004: 830).
Con la mayoría de los Estados a sus pies, la élite transnacional no conseguía, sin embargo, someter a los pueblos. El 1.º de enero de 1994 Latinoamérica despertó con la insurrección zapatista, lo que, al decir de Atilio Borón, provocó que los pensadores del Continente repararan en que había otra realidad; que estaban en medio de una crisis, frente a un proceso de reconstrucción (Borón, 2007: 31).
Se impuso en Washington una interrogante: ¿cómo derrotar la resistencia a la homogeneización cultural? El propio Fukuyama salió del Departamento de Estado y fue a la Universidad George Manson, en Virginia, a estudiar el rol de la cultura en la sociedad neoliberal. Allí apreció que la mayoría de los estadounidenses creía que la privatización era la futura tendencia en las políticas públicas y que un examen más cerrado de las redes sociales revelaba que la verdadera energía emprendedora —en materia de propiedad privada— se encontraba en los estratos más bajos, razón por la cual el Banco Mundial, que antes solo prestaba a bancos y grandes empresas, estaba abogando por multiplicar los micropréstamos, en una política tendente a universalizar ese espíritu emprendedor.
También propugnó Fukuyama que el nivel de desarrollo económico resultante de la globalización neoliberal conducía a la creación de sociedades complejas con una poderosa clase media, factor que creía determinante para facilitar la democracia neoliberal. Llegó a plantear que el término globalización es un eufemismo de «americanización», porque Estados Unidos es la sociedad capitalista más avanzada y sus instituciones representan el desarrollo de las fuerzas del mercado. Y en el verano de 1989, en el décimo aniversario de su estrellato, publicó un nuevo artículo en The National Interest: «Second Thoughts: The Last Man in a Bottle» («Reconsiderando: El último hombre en la botella»), cuyas conclusiones no debemos perder de vista: «El período que comenzó con la Revolución Francesa ha visto el ascenso de diferentes doctrinas que esperaban superar los límites de la naturaleza humana por medio de la creación de una nueva clase de ser humano, uno que no estaría sujeto a los prejuicios y limitaciones del pasado. El fracaso de esos experimentos a finales del siglo xx nos enseñó los límites del constructivismo social y refrendó un orden liberal basado en el mercado» (Fukuyama, 1999: 33).
En 2005 en Mar del Plata, Argentina, Latinoamérica derrotó el Tratado de Libre Comercio para las Américas (ALCA) —instrumento con el que Estados Unidos anunció que integraría a toda la región al modelo neoliberal. Pero a la altura de hoy se ha producido una reacción de la derecha, que Barack Obama adelantó durante su discurso anual sobre el estado de la Unión en 2013, cuando anunció que su país elevaría las exportaciones y garantizaría su «igualdad de oportunidades» mediante una Alianza Transpacífica —a la que se sumaron Chile, Perú y México en la región— y una Alianza Transatlántica con la Unión Europea: ¡el mundo a sus pies!
El periodista Vicenç Navarro comenta que en Cataluña resulta «…casi imposible leer los diarios, oír la radio o ver la televisión, sin que este mensaje de superioridad de lo privado sobre lo público se repita constantemente con una frecuencia machacona digna del mejor lavado de cerebro». Académicos neoliberales copan los medios «…acentuando el valor de la genialidad de los grandes emprendedores, y atribuyendo el éxito de las empresas más conocidas a la libertad que favorece el capitalismo». Navarro contrapone a este mito el libro The Entrepreneurial State, con el que Mariana Mazzucato, profesora de economía e innovación en la Universidad de Sussex, en el Reino Unido, prueba que las compañías Apple y Google —dos casos emblemáticos— y toda la industria electrónica no hubiesen existido sin la activa intervención del Estado federal y de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, que financiaron gran parte de los «descubrimientos» atribuidos a los más importantes emprendedores privados, incluido Steve Jobs, cofundador y presidente ejecutivo de Apple Inc. (Navarro, 2016).
Este fenómeno, que no se circunscribe a Cataluña o Europa, constituye un patrón repetido en Asia, África y América Latina, respaldado por la revolución en la tecnología de la información que ha llevado el teléfono, la radio, la televisión e Internet a los rincones más remotos de la Tierra. Hoy Google, Facebook, Amazon, Apple y Microsoft son las multinacionales que más dinero mueven en los lobbies del Capitolio, por encima de General Electric, los gigantes de la defensa Boeing y Lockheed Martin o la petrolera ExxonMobil; mientras la inversión publicitaria de las transnacionales crece a nivel global hasta superar la inaudita cifra de 400 000 millones de dólares.
Otro dato: las películas, series y espectáculos televisivos, videojuegos, videoclips y anuncios publicitarios de la industria del entretenimiento estadounidense tienen copado el planeta y gozan de preferencia en públicos de las más diversas culturas; pero esa rama está controlada por seis corporaciones: Comcast, Viacom, Time Warner, CBS, The News Corporation y Disney, dueñas, en su conjunto, de más del 90% de los medios de difusión impresos y electrónicos de Estados Unidos, incluidos la televisión por cable y por ondas aéreas, la radio, los periódicos, las editoriales, las productoras cinematográficas, de comics y de videojuegos, y han diversificado sus inversiones hasta llegar al complejo militar industrial. Lo más importante: «…las grandes corporaciones no son solo los principales productores de los medios de difusión de masas y comerciales de los Estados Unidos; también constituyen su principal mercado, lo cual profundiza el cautiverio de dichos medios, supuestamente democráticos e independientes, respecto al gran capital» —asevera el periodista estadounidense Paul Louis Street (Street, 2015).
Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía y profesor en la Universidad de Columbia, arroja luz sobre el mundo que oculta este gran negocio, en su libro El precio de la desigualdad: los mercados por sí solos no son eficientes ni estables y tienden a acumular la riqueza en las manos de unos pocos, mientras los Estados y gobiernos que siguen los dictados neoliberales dan ventaja solo a los más ricos. El «sueño americano» es un mito: el 1% de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida. Stiglitz se plantea el problema en términos éticos:
«¿Nuestro sistema de mercado está erosionando los valores básicos? […]. Un sistema básico de valores tendría que haber generado, por ejemplo, sentimientos de culpa por parte de quienes se dedicaron a los préstamos abusivos, de quienes proporcionaron hipotecas a personas pobres que eran como bombas de relojería o de quienes diseñaban los «programas» que daban lugar a comisiones excesivas […] unas comisiones por valor de miles de millones de dólares. Lo que resulta asombroso es que pocas personas parecían —y siguen pareciendo— sentirse culpables, y que muy pocas dieron la voz de alarma. Algo ha pasado con nuestro sentido de los valores cuando el fin de ganar más dinero justifica los medios […].
«Gran parte de todo lo que ha estado ocurriendo solo puede describirse en términos de «penuria moral». Algo malo le ha sucedido a la brújula moral de muchísima gente que trabaja en el sector financiero y en otros ámbitos. Que las normas de una sociedad cambien de forma que tanta gente llegue a perder el norte moral dice algo significativo acerca de esa sociedad. Parece que el capitalismo ha transformado a las personas que cayeron en su trampa» (Stiglitz, 2012: 21-22).
Stiglitz no es la única personalidad estadounidense en abordar el problema desde este punto de vista. El 29 de junio el candidato presidencial demócrata Bernie Sanders publicó un artículo en The New York Times, que vale la pena citar en extenso:
«Increíblemente, las 62 personas más ricas de este planeta poseen tanta riqueza como la mitad inferior de la población del mundo —alrededor de 3,6 mil millones de personas. El 1% posee ahora más riqueza que la totalidad del 99% restante. Los muy, muy ricos, disfrutan de un lujo inimaginable; mientras que miles de millones de personas sufren pobreza extrema, desempleo y reciben inadecuados servicios como atención médica, educación, vivienda y agua potable.
«En los últimos 15 años, han cerrado cerca de 60 000 fábricas en este país y más de 4,8 millones de bien remunerados empleos en la manufactura han desaparecido. Gran parte de esto está relacionado con los desastrosos acuerdos comerciales que alientan a las empresas a trasladarse a países con salarios bajos. A pesar de importantes incrementos en la productividad, el trabajador masculino promedio en Estados Unidos está ganando hoy $726 dólares menos de lo que ganaba en 1973, mientras que la mujer trabajadora promedio gana $1 154 menos de lo que ganaba en 2007, después de ajustar las cifras a la inflación.
«Casi 47 millones de estadounidenses viven en la pobreza. Se estima que 28 millones no tienen seguro médico, mientras que muchos otros no poseen seguro suficiente. Millones de personas están luchando con niveles escandalosos de deuda estudiantil. Tal vez por primera vez en la historia moderna, nuestra generación más joven probablemente tendrá un nivel de vida menor que el de sus padres. Es alarmante que millones de estadounidenses pobremente educados tendrán una expectativa de vida menor que la de la generación anterior, a medida que sucumben a la desesperación, las drogas y el alcohol.
«Mientras tanto, en nuestro país la décima parte del 1% más rico ahora posee casi tanta riqueza como el 90% más bajo. Cincuenta y ocho por ciento de todos los nuevos ingresos va a las manos del 1% superior. Wall Street y los multimillonarios, a través de sus «súper PACs», tienen la oportunidad de comprar las elecciones» (Sanders, 2016).
Este es el paradigma que nos intentan vender en una desenfrenada guerra de símbolos; pero necesitan antes vaciar nuestros cerebros de la memoria histórica. Henry Kissinger explica por qué: «El rechazo a la Historia eleva la imagen de un hombre universal que vive ateniéndose a máximas universales, cualesquiera que sean el pasado, la geografía y otras circunstancias inmutables» (Kissinger, 2004: 832).
En tan compleja coyuntura, el Gobierno Revolucionario cubano ha debido ponderar el papel complementario de la propiedad privada sobre algunos medios de producción y reconocer el mercado. No pocos teóricos especializados en el tema Cuba en Estados Unidos aprecian que a mediano plazo ello generará cambios estructurales en nuestra economía, tendentes al neoliberalismo. De acuerdo con esa lógica, un ser obnubilado por el consumo querrá saltar de las micro y pequeñas empresas privadas a las medianas y grandes.
Esta tendencia aboga por fórmulas que favorezcan al sector privado en nuestro país, con base en la experiencia de la «Ley para respaldar la democracia en Europa Oriental» aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1989. En su discurso a los cubanos en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, Obama quiso dar un empujoncito a ese curso: «…Cuba tiene un modelo económico socialista; Estados Unidos es un mercado libre. Cuba ha reforzado el papel y los derechos del Estado; Estados Unidos está fundado sobre los derechos individuales» —apuntó antes de generar un contraste simbólico: «En una economía global potenciada por ideas e información, el valor más importante de un país es su gente. En Estados Unidos tenemos un monumento claro de lo que pueden construir los cubanos: se llama Miami. Aquí en La Habana, vemos ese mismo talento en cuentapropistas, cooperativas y autos viejos que aún funcionan: el cubano inventa del aire» (Obama, 2016).
La «cultura de masas» fabricada en los laboratorios financiados por la élite transnacional cuenta ya con público en Cuba y se observan manifestaciones de idiotez, «…en el sentido original griego y ateniense: no de estupidez, sino de egoísmo infantil e indiferencia deliberada respecto a las preocupaciones y los asuntos públicos» (Street, 2015). Consciente de ello, en el Informe Central al 7mo Congreso del Partido, su primer secretario hizo un llamado esencial: «…debemos afianzar entre nosotros la cultura anticapitalista y antiimperialista, combatiendo con argumentos, convicción y firmeza las pretensiones de establecer patrones de la ideología pequeño burguesa caracterizados por el individualismo, el egoísmo, el afán de lucro, la banalidad y la exacerbación del consumismo» (Raúl Castro, 2016: 8).
En esta batalla Cuba lleva las de ganar, como resultado de la profunda revolución cultural con que se edificó la nación a partir de 1959. Los hechos confirman que el pensamiento transformador revolucionario, con el progreso de la ciencia y la técnica, y la evolución de las ciencias sociales y políticas, generó —al margen de las lógicas imperfecciones terrenales— los hombres y mujeres nuevos que el Che anunció en El Socialismo y el hombre en Cuba, capaces de entregarlo todo por su tierra y también de practicar el internacionalismo.
No valen, sin embargo, a esta altura, los discursos triunfalistas. No nos haríamos el menor favor. En una reciente intervención en la Sociedad Cultural José Martí, que tituló: «Notas para comentar en el foro Cultura y nación: el misterio de Cuba», Abel Prieto hizo referencia a estos retos, para los que no existen soluciones simples. En el propio sector cultural «…han surgido tendencias entre artistas y promotores que se cuestionan el papel de las instituciones y consideran que a través de formas no estatales podría lograrse una promoción nacional e internacional más eficiente». No existe basamento político en ese interés, pero pareciera aflorar ya de cierta forma el influjo neoliberal. En su intervención, Abel dejó claro el insustituible papel en la Revolución de esa institucionalidad:
«Desmantelarla equivaldría a liquidar la política cultural y a dejar en manos del mercado el establecimiento de jerarquías y modelos. Esto nos obliga a seguir trabajando para hacer más competentes y creativas a nuestras instituciones y reforzar su vínculo con la vanguardia artística e intelectual. Sin sus instituciones, el ámbito cultural se convertiría en una jungla y la mediocridad ganaría una preponderancia irreversible. Hay aspectos objetivos que no nos favorecen: las instituciones no han contado a veces con los recursos necesarios para promover el talento que crece inagotablemente en este país, y los creadores buscan apoyo en entidades extranjeras, algunas bienintencionadas y otras no tanto. Son problemas que no tienen soluciones fáciles y que deben ser abordados crudamente» (Prieto, 2016).
La verdad sea dicha: ¿a cuántos beneficia la ayuda de las organizaciones no gubernamentales y entidades gubernamentales extranjeras que actúan en nuestros ámbitos culturales?, ¿sostienen el gigantesco movimiento cultural cubano y su inclusivo sistema de enseñanza artística representado en todo el país? Algunas de esas instituciones cooperan con propósitos loables, pero su alcance financiero es limitado y solo irradian sobre un círculo mínimo, en la mayoría de las ocasiones de valores ya establecidos. También es cierto que no pocas forman parte del canal empleado por la USAID y la NED para proveer fondos a los programas de cambio de régimen.
Extendida a cada rincón del país con esencia de pueblo, la cultura cubana constituye uno de los principales baluartes de la Revolución. Su vanguardia está consciente de esa responsabilidad y ha hecho de una frase axiomática de Fernando Ortiz una máxima: «La cultura es la Patria»; trabaja para el presente, pero es capaz de advertir que resulta primordial para el futuro de la nación convocar a través de su obra a la gran masa, en especial a los jóvenes, cimiento de nuestros destinos. Ello requiere de instituciones lúcidas, vigorosas, capaces de fomentar y liderar los esfuerzos. En la hora presente hay que encarar el desafío, multiplicar los espacios de debate y la polémica con sentido crítico, inclusivo, sin retórica; al decir de Armando Hart, «…afrontar la historia haciéndola, y no simplemente escribiéndola» (Hart, 2016: 67).
Los errores cometidos en los procesos docentes y educativos, sin embargo, generan presión. Como plantea el poeta y ensayista Juan Nicolás Padrón, «…los conocimientos se simplificaron, el enfoque de la Historia y de las disciplinas de las ciencias sociales no se actualizó a la luz de las nuevas condiciones, y se produjo un ambiente de deterioro educativo y ético» (Padrón, 2016: 195). Urge reconectar el sistema de enseñanza con nuestro movimiento cultural, vincular el arte con la escuela y los centros universitarios, con particular énfasis en las facultades pedagógicas —en las que se forman los maestros de nuestros hijos y nietos—, y, de consuno, participar en la formación de ese ser integral y humanista que demanda la construcción del socialismo; sensible, culto, capaz, como define Abel, de «…descifrar los códigos de la seducción, de la hipnosis, del show» con que intenta consumirnos la llevada y traída «cultura de masas» (Prieto, 2016), y, también radical y consecuente con la defensa de nuestros valores.
El problema que afrontamos tiene una dimensión política, pero es en esencia un problema cultural. En ese empeño me sumo a quienes llaman a refundar nuestras instituciones, para proveerlas de una visión integradora de los universos culturales, educacionales y científicos del país, lo que impone también encontrar nuevas fórmulas y actores financieros —incluido sostener la subvención estatal orientada como inversión a futuro y la gestión responsable de fuentes quizás no exploradas— que las pongan en condiciones de cumplir su encargo social (cine, libro, danza, teatro, escuelas de arte…) y no queden indefensas ante la avalancha que llega por los diversos canales que están poniendo a funcionar los veinte millones de dólares aprobados por el presidente Obama para subvertir nuestra Revolución.
No alcanzaremos la eficacia requerida en las transformaciones económicas en curso, si no promovemos entre los hombres y mujeres encargados de construir el socialismo próspero y sostenible que nos hemos propuesto un cambio cultural, capaz de desterrar tendencias portadoras de gérmenes autodestructivos como la corrupción y la doble moral, la visión tecnocrática de los problemas sociales, las desviaciones burocráticas y la indolencia, la desidia y la falta de sensibilidad. Los tiempos que corren —y la indetenible revolución en las nuevas tecnologías de las comunicaciones— demandan actualizar la política cultural, para articular en la más estrecha relación con la sociedad los esfuerzos que se generan desde la vanguardia artística e intelectual cubana e insertarla en las prioridades del combate político e ideológico que libra la nación. Y, ahora que a sus 55 años estamos releyendo las «Palabras a los intelectuales», no olvidar nunca un concepto medular expresado por Fidel en la Biblioteca Nacional: «El pueblo es la meta principal. En el pueblo hay que pensar primero que en nosotros mismos. Y esa es la única actitud que puede definirse como una actitud verdaderamente revolucionaria» (Fidel Castro, 2016: 19).