Los primeros momentos fueron en Juventud Rebelde. Luego nos “establecimos” en el Instituto Cubano del Libro (ICL), en una oficinita del Palacio del Segundo Cabo, colindante a la del presidente Iroel Sánchez, con quien analizábamos y debatíamos hasta la médula no solo cada edición, sino también cada microscópica intención.
Aquella oficinita era, habitualmente, la del “pinche” (Pablito Vargas) y su equipito de rastreo informativo del ICL, quienes seguían por Internet todo lo que tocara a Cuba, incluyendo la sancochera de la ultraderecha miamense. Siempre aparecía una declaración, una entrevista, un artículo, cargados de disparates históricos, tergiversaciones o ataques deshumanizados a algún creador u obra en la Isla, que nos servían para alimentar secciones como Pueblo Mocho, El gran Zoo y Notas al fascismo, en las que desmontábamos —regularmente con un toque de humor— todos aquellos macabros inventos que el dinero “anticastrista” financiaba.
Eran tiempos de auge de Encuentro, una revista que se inventó como fachada inicial un noble llamado ecuménico a la armonía entre los exponentes de las “culturas cubanas”, lo que se llamaba de “las dos orillas”; o sea, que se erigían los unificadores, los que rompían las barreras que nos separaban, publicando textos de cubanos dondequiera que vivieran. Muy hermoso ideal que era solo un camuflaje pues, aparte de cierta carnada confluyente inicial, Encuentro derivó (como era su propósito) hacia un espacio para todo cubano que, viviera en el lado del charco en que viviera, fuese denostador (que no es lo mismo que crítico) de la Revolución cubana. Así que quienes realmente cumplimos aquel ideal ecuménico fuimos los jiribilleros, publicando textos “de todas partes”, siempre y cuando fuese “arte entre las artes” lo que se nos enviara y no politiquería de subasta. De aquel “mesiánico” Encuentro de la Cultura Cubana, queda en la actualidad solo un bodrio, algo muy inferior intelectualmente, que es Cubaencuentroen la red.
Aquella Jiribilla clandestina funcionaba como un taller creativo medio hippie, con la vista puesta en divulgar la cultura cubana —desde la raíz hasta los frutos, incluyendo sus frondosas ramificaciones—, y sobre todo en desmontar esas leyendas negras que en el sentido cultural y político venían armando algunos de los que vivían del cuento del “exiliado”. Recuerdo un escritor que, cuando llegó al otro lado, se declaró un perseguido político, un censurado por el régimen, algo increíble, pues se trataba de un hiperpublicado, a tal punto que le respondimos publicando una foto con todos sus títulos editados en la Isla, a la cual titulamos “La montaña mágica”.
De aquellos rastreos del equipo de ICL, más los dictados de la historia y el acontecer cultural, salían las ideas para armar cada número. Durante toda la semana iban y venían llamadas de la oficina de Iroel y entre los guerrilleros, debatiendo ideas, buscando materiales, pidiendo textos, pinturas, fotos, derechos de obras… Tocábamos a las puertas de instituciones o creadores a cualquier hora para que aportaran o contribuyeran gratuitamente, pues ni pago de colaboraciones había en un inicio.
Rene y Janius iban recepcionando y diseñando los disímiles trabajos que llegaban. Los viernes eran como huracanados, dando vueltas al dossier, escribiendo, haciendo correcciones, revisando entre todos. A veces se redactaba una sección a dos o tres manos, o por separado escribíamos sobre un mismo tema para luego confrontar y publicar el que quedara mejor, o una fusión armonizada de los fragmentos más logrados; era una reescritura colectiva, con amplias y espesas discusiones, a veces por una línea, una idea, o un término.
Para mí, realmente fue una escuela. En primer lugar, acerca de Internet, pues la “tecnología” nunca ha sido una materia en la que he sacado buenas notas; le debo mucho a aquel piquete el haberle cogido el gustico a los sitios web. Aquel fue un periodismo diverso, sin egos ni parcelas, cada cual con sus estilos, pero prestándonos (o regalándonos) ideas, líneas, cierres… A veces un título llevó horas de discusiones, algunas llegaron a ser bien acaloradas.
Entre los que emprendieron el “jiribilleo” recuerdo a Rosa Miriam Elizalde, Joel del Río, Manuel González Bello; y luego, en los viernes completos en el ICL, a Lagarde, Guanche, Lupe, Nirma, Pablito Vargas, o a colaboradores como Jon Hilsson. Se me quedan muchísimos, pero 15 años nublan no pocos pasajes y nombres.
Eran muchos los que aportaban a cada número y los que pasaban por allí y se sumaban al taller creativo: lo mismo un creador, un dirigente, un visitante o una delegación extranjera que sentía curiosidad por conocer la identidad de ese piquete clandestino. Mirándolo retrospectivamente, no me explico cuál era el misterio. Claro que no nos ocultábamos ni llevábamos máscaras, pero la verdad es que nos dimos cierto aire de conspiradores en aquella cofradía que nos llevaba, sobre todo, intensos viernes completos de cierre, invariablemente hasta el amanecer. Terminábamos tirados o acostados incluso en los butacones, o sobre la gran mesa del salón de reuniones del ICL, tras varios termos de café (y otros refrigerios), con los ojos embotados, demacrados y felices, con esa sensación de parto humano.
Hermandad creativa, pelea humanista, periodismo en caliente sin otra ambición que la de servir a la cultura, a la historia, a nuestra gente, me vienen como ideas centrales de esta experiencia. No podía ser de otra manera un empeño amparado por El ángel de la Jiribilla de un gran pintor y ser humano como José Luis Fariñas.
Una de las imágenes más nítidas de aquellos días está relacionada con las primeras bicicletas chinas eléctricas que vinieron y nos entregaron como medio básico. Fuimos los jiribilleros los que descubrimos que era preferible dar pedales. Aquellas cómicas bicis tenían unas baterías que había que estar cargando todo el día, y luego se descargaban en un viaje de Centro Habana al Vedado; nos desplazaban a una velocidad que alguien a pie, apurando un poco el paso, podía superar. Para colmo —y tal vez la causa— aquella batería pesaba más que la bicicleta. De todos modos, pocos amaneceres me han resultado tan hermosos como aquellos en que salíamos en nuestras semi motos por las calles de La Habana Vieja —a pesar de ir a esas alturas destruidos físicamente—, cantando canciones de Silvio, Serrat, Pablo, Santiago o Gerardo; con la alegría de la aventura vivida y ese regusto sublime de haber contribuido a la cultura cubana y humanista. Ya lo dijo el Maestro: “(…) eso es mejor que ser príncipe: ser útil”.
Por Fidel Díaz Castro (Tomado de La Jiribilla)