Lo hallaron muerto, tinto en sangre. Parecía un perro atropellado y abandonado a la suerte de algún alma benévola. Sobre su cuerpo arrojó el malhechor el odio ancestral, cargó todo el fuego de las armas compradas, le reventó las entrañas. Entonces, cuando hubo terminado la crueldad, se creyó invicto, dejó al hombre solo. Y desde el suelo, el moribundo soldado lo venció.
Fue el día 15 de abril de 1961.
Apenas 26 años contaba Eduardo García Delgado, joven artillero de la Revolución, la novia que lo sedujo y trastocó sus horas, al extremo de dilatar las visitas a la familia. Así contó una vez Candelaria, la hermana que le crió cuando la madre ya no pudo hacerlo.
De origen cienfueguero, el ímpetu del muchacho asomó en las luchas clandestinas contra el gobierno de Fulgencio Batista. Durante ese período vendió bonos para ayudar al movimiento revolucionario, pese a no militar en ninguna de las organizaciones opuestas a la tiranía. “Él era muy reservado”, dijo su hermana.
Aquella jornada lo sorprendió dormido. Descansaba en su habitación del aeropuerto militar Ciudad Libertad y, de repente, sintió un estruendo en el cielo. Desde la altura atacaban a la bisoña amada, y las aves percibidas, que no eran tal, figuraban rabiosas, y disparaban proyectiles por doquier.
El susto, no obstante, disipó la cobardía. Sin dar tiempo a la inacción, corrió en busca de la metralleta, pero los pájaros le alcanzaron. Una bala destruyó su físico, rompió la carne, y un lago rojo se hizo a alrededor. A socorrerlo vino un amigo, y él, en cambio, pidió que atendiesen a otros.
Al amor de su vida, el único conocido, a quien profesaba infinita devoción, quiso confiarle una herencia, prueba de lealtad. Mientras escapaba el aliento y se frustraban las esperanzas, tomó el dedo cual pluma, lo inundó en la tinta vertida y, en una puerta cercana, dejó constancia del testamento.
Minutos después una bomba explotó a su lado, mas no consiguió esfumar la palabra escrita. Allí, junto al cadáver de Eduardo, entre los libros y apuntes de alfabetizador, perduró la huella de una gran pasión y entrega a la Patria. El enemigo alardeó temprano del triunfo. Él, aun agonizante, dio la última estocada. Nombró con su sangre la verdadera victoria.