Permiso para casi, casi, discrepar. Hace tiempo que siento la privilegiada necesidad de hacerlo, sanamente; sobre todo cada vez que alguien —con muchísima razón y por muchísimas razones— ubica en lo más alto de la gratitud esas dos conquistas inobjetables que hoy siguen asombrando a quienes nos visitan desde el exterior: la salud y la educación.
La noche es nuestra, sin temor a nada
Acerca de eso no hay quien me haga un cuento a mí, no solo por lo que he visto, sino, también, porque, hijo de campesino devenido camionero, de mujer ama de casa convertida después en auxiliar de limpieza y, para colmo, divorciados ambos desde mi muy temprana edad, transité por todos los pupitres, hasta coronar estudios universitarios, sin más fondos que los de una ternura sin precio, desde las inagotables arcas del corazón de mi abuela materna.
En cuanto a salud, ni hablar: agradecido hasta la médula en nombre y latido de no sé cuántos familiares y amigos bendecidos por estetos, efimos, fármacos y bisturíes libres —siempre así sea—, de todo pago.
No obstante, continúo sometiéndome al difícil y quién sabe si hasta injusto ejercicio de ubicar en lo más alto uno de los elementos que completan la trilogía: la seguridad.
“Sé de quienes, en otras latitudes, con amplia solvencia para asegurarle acceso a educación y salud a su familia, no son felices, porque permanecen en constante zozobra por el clima de violencia e inestabilidad en que viven” —decía hace poco un viejo amigo.
Entonces pensé, una vez más, en la naturalidad con que el pequeño Hernán va y viene cada día de la escuela o con cuánta tranquilidad Juanca y Ana Mari dejan a sus pequeñas mellizas en el círculo infantil y vuelven por ellas al final de la jornada, sin que, ni por asomo, les roce la idea de que alguien atente contra la vida de esas niñas, allí o en otro lugar.
¿Quién, con los pies arrastrando hectolitros de licor, no ha largado su opíparo cansancio sobre un banco público y hasta lo ha tornado colchón y almohada, sin que alguien le haya tocado un pelo?
Anécdotas sobran acerca de personas que, al venir por vez primera a Cuba, temen, inicialmente, salir a la calle cuando anochece, y no quieren dejar de salir, después, tras comprobar que noche y día destilan igual sosiego.
Gústele o no a los que nos critican y detractan, en el país no hay un solo lugar asociado a los constantes secuestros, asaltos a mano armada, enfrentamiento entre bandas, linchamientos, ajustes de cuenta, tráfico de órganos y otros flagelos que en muchas partes del mundo tornan infierno el contexto social y amarillento el espacio audiovisual, impreso o sonoro de no pocos medios de prensa.
Yo solo invito a la abstracción que, en pregunta, no ceso de recomendar, tal y como hice, en primera instancia, con mi hijo: ¿Qué nos espera si, por no hacer hoy todo lo que todos debemos, perdiéramos mañana la seguridad que se respira a cualquier hora del día y de la noche, en este Archipiélago?
Quienes volaron el vapor La Coubre, organizaron la invasión mercenaria por Playa Girón, apoyaron a las bandas contrarrevolucionarias en la montaña, han organizado atentados y actos de terror, cometieron el horrendo crimen de Barbados, alientan la desobediencia ciudadana, llaman al desorden, quieren convertir en burdeles las escuelas y ponen contenedores de dinero en los andenes de la subversión ideológica… esos, saben muy bien qué nos esperaría.
Nosotros, habituados a ir y regresar del trabajo tarareando una canción, amanecer jugando dominó bajo el alumbrado público o dormir confiados hasta que hijos y nietos regresen de la discoteca… a veces no tenemos ni idea de lo que podría sobrevenirnos encima, si un día perdemos eso que, para mí, sigue siendo lo más grande: la seguridad y la tranquilidad de este país.
(Tomado de Invasor)