“Perdóname la franqueza, las autoridades quieren que el pueblo sea el que accione y combata todo lo mal hecho y eso quizá nos toca en un porciento, pero considero que el 90 % le corresponde al Estado con todas las instituciones y organizaciones con que cuenta y con las leyes que están para que se hagan cumplir”.
Lo anterior lo escribe un lector que firma N. Bejerano y aparece en la página web de Granma como un comentario a mi artículo ¿Y después del decir, qué?, publicado este último 30 de octubre.
Un párrafo el de Bejerano (su escrito es más extenso y puede consultarse en el referido sitio) que encierra una de las más viejas problemáticas de la civilización moderna: “lo que le corresponde dirimir al Estado, y cumplir a los ciudadanos, en función de su seguridad y bienestar”.
Todos los Estados tienen —y el nuestro no es diferente— instituciones legislativas, ejecutivas y judiciales destinadas, entre otros objetivos, a que el ser humano no haga de su convivir una selva.
Normas de conductas y comportamientos que muchos cumplen y otros violan con regusto cavernícola y, no pocas veces, poniendo de manifiesto una impunidad que avergüenza.
Hay una conciencia colectiva que señala y critica lo mal hecho, pero que a su vez necesita de un respaldo legal cuando las advertencias chocan contra muros inconmovibles.
Ejemplos sobrarían y pongo uno que me toca de cerca y quizá tenga la capacidad de alzarse como metáfora general de otros muchos problemas: En mi cuadra hay una familia cuyos numerosos integrantes parecen cumplir años al menos una vez a la semana, sin contar los parientes y amigos que también “se llegan” y celebran.
Altavoces en el balcón, alegría desbordante y las últimas palabrotas en boga que, riñendo en vitalidad de decibeles con el equipo de música, vuelan, penetran por puertas y ventanas de casas ajenas y, por supuesto, ofenden.
La policía, alertada por algún que otro vecino, llegaba a altas horas de la noche, les hablaba a los ruidosos de consideraciones urbanas y pedía que se bajara la música. Y ellos cumplían… durante diez o 15 minutos, y luego volvían por sus fueros.
Un día fui designado por varios amigos a cruzar la calle-frontera que me separaba del lugar de los hechos para informarles que ya no se aguantaba más y que, por favor, siguieran celebrando cumpleaños si querían, pero de puertas para adentro.
En términos cinematográficos fue algo así como si Cary Cooper, de cowboy, entrara en la taberna del pueblo sabiendo que su vida no tendría un precio.
Pero yo no iba a pelear, sino a convencer.
Y lo logré… durante tres semanas.
Cierto es que ya las fiestas no suelen extenderse hasta muy tarde, pero, en cambio, pueden comenzar desde las diez de la mañana, con algarabías sostenidas y música a “todo meter”, como decía mi madre.
Ante tanta impunidad, hay algo preocupante que tiene que ver con lo que apuntaba el lector Bejerano, en cuanto a lo que le toca al Estado, por una parte, y al ciudadano por la otra: el peligro de que se extienda lo que sucede con los vecinos de la cuadra, que ni protestan ni comentan. Cierran sus puertas y ventanas y, resignados, esperan a que la fiesta cese.
Tomado de www.granma.cu