Parece un día cualquiera cuando sales con el niño en los brazos, trepas al ómnibus, vas y lo sueltas en el jardín, lo besas y regresas. Comienzas a extrañarlo desde que sale de tus brazos, llora, sabes que va a calmarse tarde o temprano así que te escabulles, y sostienes en la suya tu mirada hasta que bajas por fuerza las escaleras; la seño lo carga; se tranquiliza porque no imagina que te quedas a escondidas hasta que no se calme, que estás detrás de la pared, de espaldas, con los oídos prestos. Pero se calma y sales caminando.
O es un día cualquiera cuando a las seis y diez de la mañana, mientras pones la cafetera al fuego, escuchas Las Mañanitas desde el cuarto. En la voz de tu esposa. La voz sale y camina hacia la sala, somnolienta; anda, se despereza, llega hasta ti y te toca por un hombro. Dos minutos después escuchas al niño, la manera en que salta entre la risa, el sosiego, la lágrima. Entras al cuarto. Lo ves acurrucado entre las sábanas y ves a tu esposa tumbada en la cama, sobre un costado, el cabello revuelto. Le alcanzas el café. Bebe. Y el niño no quiere despertarse. Sientes orgullo.
Y yo siento tu orgullo. Me gusta caminar y ver a padres con su niño en los hombros; de la mano altanera de su esposa; avanzando entre gentes como si la ciudad no fuera, apenas, más que el pretexto para servir al niño de caballo, para sentir que ríe y sus manitas en la cabeza, agarradas al cuello, con las piernas cayendo hasta el pecho del padre y los ojos curiosos; preguntando en voz alta qué hay más allá de la techumbre, el mundo, el porqué de las cosas que ni uno entiende pero que se inventa…
Me gusta cuando el hospital de noche está lleno de padres impacientes. Quiero decir, me gusta entre comillas. Lo hermoso es ver a padres no capaces de desabrazar al niño hasta que la doctora lo examina. Que entran a la consulta. Y la discuten. Y lloran, se preocupan, permanecen. Y los que están en vela en las afueras del hospital cuando mamá está dentro, con dolores de parto. Padres buenos. Loables.
Cierto es que no son todos. Y que el decir popular establece que madre hay una sola. Pero que padre puede ser cualquiera. Pocos amigos tengo que hablen con fe o nostalgia de sus padres, que muestren hacia ellos traza de altivez, cariño, de admiración. Son pocos. Y bastante concretos sus argumentos. Son también los míos. Son también los de todo el que ha buscado la mano estable, el abrazo, la ayuda, y ha hallado la respuesta traqueteante, la excusa del dinero. O el silencio. Desapego, apatía. Los argumentos tristes de la madre que es padre al tiempo. Eso. Simplemente. Argumentos tristísimos…
La paternidad se aleja del heroísmo. No es deber, contrato. Ni un juramento ante el que hay que agacharse, acceder. Por el contrario. Quizá ante ella hay siempre el miedo normal a hacerse responsable. No hay premio, no hay estímulo.
Ninguno. Apenas el placer constante de ver cómo se yergue año tras año aquel ser indefenso del primer día, cómo se endereza, tartamudea. Cómo se hace fuerte. No hay más placer en ella que el de madrugar, saberse necesario, aprender a doblar y a hervir pañales. Amanecer con ojeras.
Ese orgullo sincero y egoísta de ser las tres personas que, una de otra, están para animarse. De contribuir un poco todos los días en la rutina sola, en la distribución de lo que hay que hacer para que se mantenga la casa viva: fregar, lavar los sábados, hacer comida, recoger el agua en el tanque por si falta en la mañana.
No es difícil. Luce titánico, mas no es difícil. No tanto como encaramarse al ómnibus, llegar al jardín, bajar las escaleras. Adentrarse 15 minutos tarde en la ciudad, lentamente, un día cualquiera; llegar luego al trabajo como si todo el día, sobre los hombros, tuviera uno cientos de respuestas al porqué paulatino de las cosas.
Tomado de www.granma.cu