Jardines convertidos en semilleros, hortalizas disputándose espacios en los solares, y valles plagados de plantaciones, confirman que las áreas improductivas no existen en la geografía vietnamita.
El paisaje despliega sus atributos frente a las miradas viajeras, mientras el vehículo avanza con rumbo norte, camino a Ninh Binh, paraíso natural con categoría de provincia, a 67 millas de Hanoi.
Un tapiz vegetal, moteado con ríos, cañadas, sabanas intercaladas por barrancos, depresiones y aldeas, se expande sobre las márgenes de la carretera.
Frente a su majestad, el paisaje, los ojos de Angélica y Bárbara, mis compañeras de aventura, se transfiguran en signos de admiración. Tal vez sospechan, como yo, que los vietnamitas han hecho del suelo una materia invisible.
Porque el viajero no llega a ver la fisonomía del terreno, la supone, la intuye, la imagina allí, bajo el manto verde, donde la Pachamama empolla sus frutos para después entregarlos, variados, copiosos, exportables, apetecibles.
El viaje nos devuelve algunas escenas vistas anteriormente en Hanoi: ostentaciones de flores, frutales, infusiones, cereales, especias… con ellas en sus canastas, los vendedores pregonan y pedalean, en las calles, en las aceras, en mercados –pequeños o grandes, rurales o citadinos.
Entre la generosidad de la tierra y la dedicación vietnamita, producen frutos con demandas crecientes y destinos diversos: Australia, Chile, Corea del Sur, Norteamérica, Japón, Alemania…
Para elevar sus rendimientos agrícolas, reducir a un tercio el número actual de trabajadores dedicados a la faena del campo, y mejorar sus condiciones de vida, Vietnam apostó a la tecnología moderna, clave de su futuro económico.
Como exportadores a escala mundial marchan primeros en pimienta y castaña; segundos en café, y terceros en arroz -de Vietnam llega en cantidad importante ese habitual de la mesa cubana-; de allá recibimos también, experiencia y tecnología para producirlo.
El trayecto de Hanói a Ninh Binh confirma que las áreas improductivas no existen en la geografía vietnamita: valles plagados de plantaciones, hortalizas en disputa de espacios en los solares, y jardines convertidos en semilleros.
La cresta de una colina cambia la referencia visual, miramos desde allí como desde el techo de la campiña; abajo se explayan los sembradíos. El hormigueo de unos seres que en la distancia parecen enanitos de Blancanieves, llama la atención de un viajero.
Son hombres y mujeres en plena faena, lo corroboramos al descender, cada uno lleva sombrero típico, idéntico al que describe Martí: «es como un cucurucho, con el pico arriba, y la boca muy ancha».
¿Una «S», una serpiente o un caballito de mar?. Vietnam es una franja de relieve quebrado, que se extiende de norte a sur a lo largo de 1 650 km, frente al mar de China meridional.
Cultura, sombra, patrimonio ancestral, escudo antisolar del labriego; eso y más es el sombrero anamita, es la compañía del labrador frente al surco, frente a «la tierra que da todas las hermosuras», y en la que trabaja el 70 por ciento de la fuerza laboral de la nación indochina.
No. Ya no pasean «callados y tristes (…) con las manos en los bolsillos», como los vio el Apóstol. En los últimos 20 años el PIB de Vietnam creció a ritmo del 7 por ciento, la familia triplicó sus ingresos percápita, la pobreza bajó hasta lo ínfimo. Algún nexo debe existir entre esos números y tantas sonrisas, y tantos rostros felices.
Las estadísticas escapan súbitamente de mi cabeza. Un giro del carro me saca de la meditación. Del salto económico vietnamita, caigo en la quebrada topografía de Ninh Binh, donde las montañas parecen metáforas de la madre natura.
Asocio el lomerío al mapa del país indochino, una «S» descomunal: 1 650 kilómetros de norte a sur, frente al mar de China meridional. ¿Significará algo esa configuración?, ¿proclamará algún mensaje ante el mundo?
Una hora después, el encuentro con colegas de Ninh Binh, su rechazo al bloqueo, las palabras de gratitud hacia Cuba, de admiración por el Che, Fidel, los 5, me sugieren una posible respuesta: tal vez aquella «S» va más allá de la apariencia geográfica, quizás la madre natura –tan sabia- quiso tatuar al planeta con la inicial de la solidaridad y la simpatía.
Texto y fotos: José Llamos Camejo